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La fuente rota

Aquella fuente rota del jardín, hijo, cuando llegaba el invierno y le caía la nieve por encima, cantaba con su más queda voz, con una voz semejante a la de las luciérnagas recién casadas, unos tenues y amorosos lamentos que yo sólo entendía y que, por más que se me rogaba, a nadie quería descifrar.

Me acuerdo que una vez que me visitó aquel marqués italiano tan aficionado a las bellas artes del que ya creo que te hablé en alguna ocasión, la fuente rota cantó, quizás en su honor, con su voz más melodiosa y oculta, una larga y arrebatadora cantata sin principio ni fin.

—¿Quién canta señora?

—Mi fuente rota, marqués.

—¿Y qué dice?

—Perdonadme.

El marqués italiano, hijo mío, que era muy aficionado a las bellas artes, sobre todo a la música y a la poesía, me insistió tanto que tuve que mostrarme dura con él. A cambio de mi desatención, hijo mío, le rogué que me pidiese cualquier otra cosa a mi alcance, para tratar de complacerle, y el marqués italiano, Eliacim, me desnudó y me llenó el cuerpo de latigazos.

Aquella fuente rota, hijo mío, de la que siempre mana una larga hebra de agua, estuvo seca tres días. Las señales de los latigazos aún podría mostrártelas, Eliacim, si tú me lo pidieras.