El ciervo disecado
Con sus mansos, con sus inquietadores ojos de vidrio, hijo mío, el ciervo disecado me mira fijamente desde la pared. La última vez que saliste de casa, Eliacim, te despediste, incluso con cierta emoción, de nuestro ciervo disecado, que también te miraba fijamente, con sus apacibles, con sus pecadores ojos de vidrio, desde la pared.
Hubo momentos, al quedarme sola después de tu marcha, en los que pensé que el ciervo disecado iba a decirme alguna palabra de consuelo, hijo mío, alguna amable palabra de condescendencia. Pero el ciervo disecado, Eliacim, se limitó a seguir mirándome sin pestañear, como a un objeto muy extraño, con sus misteriosos ojos de cristal.
Con sus cuernos de caramelo, Eliacim, con sus dulces, ofensivos cuernos, hijo mío, el ciervo disecado me amenaza todas las mañanas. La última vez que le quité el polvo, Eliacim, con mi plumerito y el misma cuidado de siempre, a sus familiares, oprobiosos cuernos, hijo mío, los encontré menos fríos que de costumbre, algo así como más, ¿cómo te diría?, acogedores y templados.
Desde entonces no he vuelto a quitarle el polvo con mi plumerito; no olvides, Eliacim, que vivo rigurosamente sola.
Con su aire triste y resignado, Eliacim, el ciervo que me mira y me amenaza desde la pared me hace, esa es la verdad, mucha compañía. Aún no me mira, ni me habla, ni me sonríe, cierto es, pero yo pienso que todo se andará.
A los ciervos disecados, Eliacim, no se les consigue hacer reaccionar así como así.