El escolar entristecido
El otro día perdí la ocasión de comprarme un escolar entristecido, me lo hubieran vendido barato. Sus padres estaban buscando dejarlo en buenas manos por tan sólo una libra y seis chelines. Yo me entretuve en regatear un poco el precio, porque al escolar entristecido había que empezar por calzarlo y vestirlo de arriba abajo, y una señora se me anticipó y se lo llevó de la mano.
El escolar entristecido, cuando su ama se lo llevaba de la mano, no volvió la cabeza atrás. Se conoce que no le interesaba excesivamente lo que atrás dejaba.
Yo, hijo mío, sentí curiosidad y apreté el paso hasta alcanzarlo. El escolar entristecido no iba más triste que de costumbre; tampoco, esa es la verdad, iba más alegre. El escolar entristecido marchaba como si fuera de palo, mirando para el suelo y pasando una mano por la pared.
La señora que lo había comprado, aunque de ceño duro, parecía de buenos sentimientos y, de cuando en cuando, arreaba una castaña, no muy fuerte, en la cabeza del escolar entristecido. El escolar entristecido recibía el golpe en su pelambrera color zanahoria y ni se encogía, ni se estiraba, ni se agachaba, ni se engallaba. A lo mejor, tampoco se enteraba.
El ama del escolar entristecido, hijo mío, al pasar por delante de una tienda de caramelos, compró un caramelo de menta, lo partió más o menos por la mitad y le dio una parte, la más pequeña, al escolar entristecido; la otra la chupó un poco y después la guardó en el bolso, envuelta en un papel de seda.
El ama del escolar entristecido, Eliacim, en seguida se echaba de ver que era una señora muy cuidadosa.
Yo, hijo, como no tenía mejor cosa que hacer, me fui un largo rato detrás del escolar entristecido y de su ama.
En una tienda de comestibles, al escolar entristecido le compraron tres galletas. El escolar entristecido se comió dos y guardó la tercera en el bolsillo del pantalón.
El pantalón del escolar entristecido, Eliacim, era una honda mina de inimaginables tesoros, de riquezas sin fin que el escolar entristecido, hijo, templaba con el calorcillo de sus ingles y acariciaba, con disimulo, cuando tenía una remota posibilidad de no ser mirado.
Yo nunca lamentaré bastante, hijo mío, haber dejado escapar la ocasión de hacerme can el escolar entristecido. En nuestro hogar, Eliacim, el escolar entristecido hubiera podido representar un airoso papel de corneta.
Sólo me consuela la idea, hijo, de que el escolar entristecido, andando el tiempo, llegue a arrancarle el corazón a la señora que lo compró. Probablemente, el escolar entristecido cometería su mala obra entre horrísonas carcajadas sobrecogedoras.