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Dorothy

Tengo que darte una mala noticia, Eliacim. Dorothy, la gentil Dorothy, aquella muchachita complaciente de la que todo el mundo dijo que acabaría haciendo buena boda, ha muerto en el hospital. (No me gustó verla envuelta en aquella sábana que nada le favorecía, en aquella sábana que ya podían haberse tomado la molestia de planchar un poco.)

¿Te acuerdas, Eliacim, de lo nervioso que te pusiste aquella vez que Dorothy, jugando a las prendas, te pidió que la besases con cierto entusiasmo, pero sin arrebato? Yo me río cada vez que me acuerdo.

Dorothy, poco antes de morir, me mandó recado pidiéndome que la fuese a visitar. Naturalmente, salí para el hospital a toda prisa.

—¿Cómo estás, Dorothy? No sabía que te hubiesen traído al hospital.

—Sí, me han traído al hospital porque, desde aquí, son más cómodos los entierros. Yo me hago cargo.

—Ya. Pero, Dorothy, hija, tú no te vas a morir, tú aún tienes fuerzas para vivir muchos años.

Dorothy sonrió.

—Sí, señora, yo me voy a morir pasado mañana. Yo ya no tengo casi fuerzas. Las pocas fuerzas que me quedan no creo que puedan durarme más de dos días.

—¡No, mujer, aleja esos pensamientos!

Dorothy volvió a sonreír.

—¿Para qué?

Dorothy estaba muy bella, hijo mío, te lo aseguro. A los dos días, como había calculado, se murió.

Yo le envié unas flores que no llegaron a tiempo. En el hospital donde Dorothy murió, hijo mío, los entierros son tan cómodos que las flores nunca llegan a tiempo.