El barro y el humo
Jugar con barro, Eliacim, ponerme las manos y el vestido perdidos de barro, es algo que ha llegado a enviciarme, hijo mío, algo por lo que sería capaz de dar cualquier cosa.
No sé, no sé, pero creo que jugar con barro es algo que sólo puede brindarse a espíritus muy escogidos, a gentes que hayan demostrado ser capaces de jugar con barro sin blasfemar.
El barro, hijo mío, eso que no es ni el mar ni la tierra, ni el agua ni la tierra, puede resultar muy peligroso si no se llega hasta él con todos los remordimientos sujetos y todos los sentidos alerta y en tensión.
Desde luego, Eliacim, ten por seguro que es algo que no puede dejarse en todas las manos.
El humo, en cambio, sí, Eliacim. El humo es algo más democrático y, para manejarlo, no se precisa una especial formación. El humo puede usarse sin peligro por todos, incluso por las gentes más torpes. El humo, a veces, se venga y mancha las almas y los corazones, pero estas violentas salidas suyas son, por fortuna, muy escasas.
El humo, hijo mío, es como el sueño, algo que no se puede coger. Si pudiéramos llenarnos los bolsillos de humo, Eliacim, y ponerlo encima de la mesa como una moneda, el humo perdería encanto.
El barro sí se puede poner sobre una mesa; lo que sucede es que no es aconsejable.