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Ese aire maldito que duerme entre las casas

Allá donde se aman los gatos más escuálidos y sarnosos, donde se asfixian los músicos que se volvieron tísicos de tocar la corneta, donde se pudren las cabezas de los pescados, donde orina el vendedor ambulante, donde da de mamar a sus hijos la sonrosada rata del cólera, donde se citan los más tímidos ladrones, donde se siente el frío más abyecto, donde nadie se acuerda de sonreír, vive ese aire maldito que duerme entre las casas.

Ese aire maldito que duerme entre las casas, Eliacim, engendra, a veces, altísimos pensamientos de caridad; alumbra, algunas veces, insospechados y gallardos pensamientos de esperanza, sonoros y presuntuosos como el trueno.

No sé por qué será, hijo mío, pero allí donde vive ese aire maldito que duerme entre las casas, también, ciertas veces, se escuchan palabras humanas en boca de los gatos enfermos y enamorados, o se oye tañer la flauta con un deje sentido y misterioso, o se adivinan besugos y merluzas muertos que miran como doncellas, o se sabe que un niño reza sin despegar los labios, o se muere de cansancio un vendedor ambulante que se quedó sin mercancía, o se cura de milagro la blanca rata del cólera, o se proponen no volver a robar más los ladrones más osados, o se afanan las madres de familia en buscar un duro pedazo de pan debajo de las piedras, o se nota en las carnes una tibia ráfaga de clemencia, o alguien se acuerda de pintarse a tiempo una sonrisa en la cara.

Todo es cuestión, hijo mío, de acostumbrarse a respirar ese aire maldito que duerme entre las casas.

Hay días en los que me sería imposible olvidarme de él, imposible vivir sin él.