La nieve sucia
Amo la nieve sucia, Eliacim, la nieve pisada por las gentes que no sé cómo se llaman, la nieve que se va pintando con el color de las manos que fuerzan por estrujar el hambre y que de repente, sin saber cómo, se encuentran acariciando un vientre terso como una manzana, un vientre estallante.
Sobre esta nieve dulcemente sucia, hijo mío, me dejaría morir de abandono, igual que un niño olvidado, con la vista fija en un objeto cualquiera al que la limpia nieve recién caída fuera cubriendo poco a poco, como una marea implacable.
Y sobre esta nieve carnalmente sucia, Eliacim, pienso que no me habría de pesar la muerte. La muerte, hijo, es algo que pesa más sobre los hombros ajenos, sobre los hombros que cualquier madre, en un momento de azoramiento, haya podido fabricar.
Yo amo la nieve sucia, Eliacim, la nieve entregada a todos los hombres de la ciudad.