136

Las blancas rocas donde bate el mar

Las suicidas más jóvenes, hijo mío, aquellas que tienen la cabeza organizada como las de los novelistas franceses, sueñan, por las noches, con paseos de amor sobre las blancas rocas donde bate el mar.

Suelen ser los suyos unos paseos que comienzan mal para terminar bien, al revés de los sueños de las muchachas virtuosas, aquellas que no admiten la ocasión de sentirse amadas sobre las blancas rocas donde bate el mar.

Los sueños de las más jóvenes suicidas, Eliacim, son cruelmente claros y precisos y el hombre que las besa, la blanca roca, el mar rugiente, surgen, precisos y dibujados, con una realidad que les llena el alma de congoja.

El hombre que las besa, Eliacim, que trae las manos rojas de sangre, hijo mío, suele hablarles con una familiar desconsideración.

—¡Meg, arráncate el pelo y tíralo al alto, que se lo lleve el viento!

Meg, haciéndose un daño horrible, se arranca el pelo y lo tira al alto, para que se lo lleve el viento.

—¡Betsy, vacíate los ojos y déjalos caer al suelo, cuidando de que no se rompan, para que se los coman las hormigas!

Betsy, temblando de dolor, se vacía los ojos y los deja caer al suelo, cuidando de que no se rompan, para que se los coman las voraces, las hacendosas hormigas.

—¡Nancy, bésame!

Nancy lo besa.

La blanca roca, Eliacim, que trae la vejez verde de sangre, hijo mío, suele hablarles con una familiar fiereza.

—¡Bel, golpéate los senos con una piedra, póntelos en la mano y sóplales con una gran fuerza, para que los vea volar! Bel, llorando de desconsuelo, se golpea los senos con una piedra, los pone en la mano y los sopla con toda su fuerza, para que la blanca roca los vea volar.

—¡Molly, muérdete la lengua y escúpela lejos para que flamee al viento como una bandera!

Molly, llena de asco, de un asco placentero y manso como el oprobio del niño, se muerde la lengua y la escupe lejos, para que flamee al viento grácil como una bandera desgajada.

— ¡Jinny, bésame!

Jinny, puesta de rodillas, besa la blanca roca.

El mar rugiente, Eliacim, que trae las aguas grises de sangre, hijo mío, suele hablarles con una familiar frialdad, como un padre fingidamente ofendido.

— ¡Kitty, déjate caer!

Y Kitty se deja caer.

—¡Fan, déjate caer!

Y Fan se deja caer.

— ¡Maudlin, déjate caer!

Y Maudlin, cerrando los ojos, se deja caer.

Sí, Eliacim, las más jóvenes suicidas, aquellas que tienen la cabeza tan bien dibujada como la de los poetas franceses, sueñan, en las noches más húmedas y acogedoras, con largos e imposibles paseos de amor sobre las blancas rocas donde bate el mar.

Menos mal que suelen ser los suyos unos paseos que terminan con un final esperado, como las buenas comedias.