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El ajedrez

Los más violentos odios, hijo mío, las más hondas simas del odio, se abren entre los eruditos, los músicos y los jugadores de ajedrez.

El ajedrez, Eliacim, es un juego odioso que ha tenido buena prensa, una apología de la traición que se ha vestido con la innocua y alba piel de cordero del pasatiempo.

Cuando tú y yo jugábamos al ajedrez y, como por descuido, te ganaba una partida tras otra, Eliacim, te aparecían unos brillos siniestros en la mirada, unos brillos que no podía apagar tu sonrisa, mientras se te posaba en la garganta, con un ala apoyada sobre el paladar, el negro cuervo enfermo de la venganza, el pájaro mortuorio que lastra los corazones.

Sí, Eliacim, sí. Tú estabas muy metido de lleno en el problema para que pudieras verlo con una calma mínima, con esa calma que te hubiera sido, dicho sea ya que la ocasión se me presenta, tan provechosa.

El planeta donde las torres, los alfiles y los caballos evolucionaban sobre sus órbitas previstas, hijo mío, es un astro muerto en el que jamás crecerá la humilde brizna de yerba sobre la que apoyamos, cuando ya no nos queda más remedio, nuestras dolientes y azotadas carnes.

El ajedrez, Eliacim, es un juego para almas astigmáticas, algo que debemos apartar de nosotros como un cáliz amargo. Sólo cuando esto hagamos, Eliacim, y los hombres recobren la libertad que les permita mover las piezas como les dé la gana, podremos encararnos, sin demasiados agobios, con esta breve vida que se nos escapa como una rueda por la cuesta abajo.