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Sobre las arenas del desierto

Sobre las arenas del desierto, Eliacim, se lucen limpios y calcinados huesos de las más diversas procedencias: huesos de camello, de dromedario y de caballo, huesos de comerciantes bereberes y de guerreros tuaregs, huesos de león, de hiena y de gacela, huesos de explorador, de turista y de misionero, huesos del cráneo, del coxis y de las extremidades. Sobre las arenas del desierto, hijo mío, se exhibe un gran muestrario de huesos de los más varios orígenes.

Sobre las arenas del desierto, Eliacim, te hubiera amado con descoco, con valentía, como no me atreví a amarte en nuestra ciudad, más por miedo, tenlo por seguro, a las paredes que nos cobijaban y al aire que respirábamos, que a las gentes que pudieran mirarnos e incluso fotografiarnos para nuestro vilipendio y orgullo.

Sobre las arenas del desierto, hijo mío querido, las mujeres nos convertimos en insaciables y demoledores vientos huracanados, en fieros vendavales capaces de arrasar montañas y sepultar ciudades. Por eso está prohibido, en las leyes de algunos países, que las mujeres podamos asomarnos al desierto con la misma licencia con que pudiéramos hacerlo a un alto barandal.

Sobre las arenas del desierto, Eliacim, crujen nuestras pisadas como si las diéramos sobre un lecho de secos deseos inconfesables, de yermos deseos que sólo en trance de muerte nos atreveríamos a confesar.

Pero sobre las arenas del desierto, Eliacim, entre las tibias y los peronés que se casaron con gran lujo y desaparecieron sin rastro, aún podríamos vernos, sin que nadie lograra enterarse, y darnos de beber de nuestras cantimploras.