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La cortesía

Desde que los hombres son corteses, hijo mío, y te hago esta pequeña observación en el tiempo en que los hombres empiezan a dejar de serlo, las cosas empezaron a marchar, por el mundo adelante, mucho peor. Es una lástima, incluso, que esto sea así, pero esa es cuestión que no nos compete, Eliacim, no nos engañemos.

La cortesía es vicio costoso, hijo, al que, sin embargo, los hombres no quieren renunciar. Las épocas de la cortesía, Eliacim, suelen ser precursoras de las épocas del hambre, de los tiempos en que nacen ortigas y zarzas en las heladas axilas de los hombres.

Cuando empezaste a tener uso de razón, Eliacim, e incluso antes, yo procuré hacerte ver y respetar las más elementales reglas de la cortesía, aquellas que adornan a la juventud con su inútil fulgor. Tú, hijo mío, siempre fuiste dócil, esa es la verdad, y mi labor no me resultó penosa, aunque, a veces, la cumplía sin una gran fe.

La cortesía, Eliacim, es como la flor de la hortensia o como el sabor de los más airosos peces de colores, aquellos que parecen pájaros escapados de un grabado japonés, un bellísimo fraude, un fraude que reluce tan estérilmente como los cielos estrellados.

Yo no quisiera ni por un momento, hijo, que echases en olvido las reglas de la cortesía, los usos de la cortesía. Tampoco, bien es cierto, es cosa ésta que te pida de rodillas o que te obligue a jurar.