El abogado sin pleitos
Yo le llevé mi pleito, Eliacim, a aquel abogado sin pleitos porque pensé que tendría más tiempo libre. El abogado sin pleitos me recibió muy amable, hijo mío, y me dijo, de buenas a primeras: yo, señora, soy un abogado sin pleitos, ¿quién ha podido recomendarle a usted que yo le lleve su pleito? Nadie, le respondí, fue una decisión que tomé por mí misma, yo no tengo nadie que me asesore, nadie que me aconseje. ¿Tan sola está? Pues, sí, muy sola; la verdad es que no puedo estar más sola de lo que estoy. ¿Con esos ojos? ¡Basta!
No me creas un cardo, Eliacim, tú sabes que no lo soy, pero comprende que yo no había ido a ver al abogado sin pleitos para que me hiciese el amor.
Señora, continuó el abogado sin pleitos, le ruego que me perdone; ha sido todo un malentendido, yo no he querido molestarla a usted, jamás me hubiera atrevido. Veamos, ¿cuál es su caso? Yo, Eliacim, hubo un momento en que sentí grandes remordimientos de conciencia. No, por Dios, ¿quién habla ahora de eso? ¡Si viera usted lo sola que me encuentro! El abogado sin pleitos se levantó y dijo: ¡ah, vamos! Después vino hacia mí, me estrechó entre sus brazos y me dio un prolongado y sabio beso en la boca. Yo, Eliacim, creí desfallecer. Con los ojos cerrados, Eliacim, te dediqué un silencioso y entrañable homenaje.
El abogado sin pleitos, hijo mío, tenía un fino bigote entrecano y unos ojos color desengaño que entornaba con displicencia. También tenía unos botines gris perla y una corbata de discretos y bien entonados colores.
El abogado sin pleitos, hijo mío querido, según me contó, había sido muy desgraciado con las mujeres. A mí me dio un ataque de risa, Eliacim, pero procuré disimularlo para no echar todo por tierra. Pero, ¿cómo es posible?, le pregunté. No lo sé, señora, me respondió mirándome a los ojos, nunca he podido averiguarlo, bien es verdad que tampoco lo intenté. Las mujeres, salvo excepciones entre las que quiero incluiros (volvió a besarme, aunque con menos arrebato), suelen ser lógicas con exceso en sus reacciones. Hágase cargo, señora, que no es fácil, ni tampoco ameno, tener suerte con las mujeres al uso. ¡Verdaderamente!, le contesté. El abogado sin pleitos y yo, hijo mío, nos reímos mucho y nos abrazamos. Después descorchó una botella de champán y puso un cadencioso vals en el gramófono, un cadencioso vals que bailamos con las caras muy juntas. No lo volví a ver más, Eliacim, pero te juro que el abogado sin pleitos era un hombre encantador, un verdadero y rendido caballero.