El reloj que gobierna la ciudad
El reloj que gobierna la ciudad, hijo mío, se ha parado, quizá de viejo, pero la ciudad ha seguido su marcha con un imperceptible e incluso saludable desgobierno.
El reloj que gobierna la ciudad desde su alta torre, hijo mío, se ha negado a pasar de las siete treinta, la hora que aguardan los enamorados para cubrirse la cara con un antifaz y llevarse una mano de fría cera al corazón.
El reloj que gobierna la ciudad desde la alta torre que domina el caserío, Eliacim, se ha muerto como se mueren los pájaros, los barcos de vela, las novias clandestinas, los lobos solitarios, los ermitaños de Onán, las lunas de los espejos, con una infinita discreción.
(Sobre el embalsamado cadáver de nuestro reloj, Eliacim, del reloj que ya no gobierna la ciudad, se niegan a volar los desaprensivos gorriones, las venturosas brujas de la ciudad. Quizá sea un triste presagio, hijo mío, un presagio aún más triste que la realidad, la silenciosa muerte de nuestro reloj.)