Los miedos inexplicables
Los peores miedos, hijo mío, son los miedos inexplicables, los miedos sin causa ni razón, los miedos sin pies ni cabeza, los miedos que vienen de dentro afuera, que nacen en la sangre y no en el aire: el miedo a la oscuridad, el miedo a la soledad, el miedo al tiempo, los miedos que no se pueden evitar porque su sustancia es nuestra propia y más íntima sustancia.
Yo, hijo mío, siempre sentí predilección por los niños que se mueren de miedo, por los niños que sueñan horribles y confusas pesadillas, por los niños que viven atemorizados con la idea de transformarse en estatua de sal, con la idea de convertirse en olvidada y dura y solitaria hebra de cuarzo del monte.
Y si tuviera mucho dinero, Eliacim, si tuviera miles y miles de libras, me lo gastaría todo o casi todo en contratar demonios y máscaras muertas para atemorizar a los niños de la ciudad, a los niños que ven al miedo teñido y acicalado de tara familiar.
Tú, hijo mío, cuando eras niño pequeño, vivías en un continuo sobresalto, con los ojos poblados de atroces y permanentes miedos inexplicables.