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Los cazadores de focas

Con sus amplios sombreros vueltos, sus ropas de agua, sus cachimbas fieras, los cazadores de focas, Eliacim, se retratan sobre los icebergs con un gesto de infinita crueldad, la lanza en la mano y el pie sobre la foca muerta.

A mí, Eliacim, no me resultan nada simpáticos los cazadores de focas, los hombres duros que persiguen con saña a los blandísimos animales.

Entre todos los cazadores, Eliacim, el cazador de focas es el más taimado y tenebroso, el de más encallecidos sentimientos. Yo pienso, hijo mío, que cazar focas es un grave pecado, un pecado que tiñe el pecho de un aceitoso y pegajoso hollín.

Porque las focas, hijo, se dejan matar como los cristianos primitivos, sin un mal gesto, sin un solo movimiento de rebeldía.

(Quizá esto no sea tal como yo te lo cuento, Eliacim, pero piensa que una madre no debe disculpar jamás a los cazadores de focas.)