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El vino y la cerveza

Jamás beberé vino ni cerveza, me decías; nunca me gastaré mi dinero en labrar mi propia ruina. Después, fingiendo ignorar el más íntimo susurro del vino, hijo, aunque bien sé que, por fortuna, tus vanas palabras no respondían a la realidad, desapareciste de mi lado dejándome, en el límite mismo del sitio que ocupabas en nuestra casa, la sombra casi invisible de las horas que debí haber dedicado a la embriaguez. No quiero hacer prosélitos.

En cambio, Eliacim, amaste casi con impudicia los placeres que más vedados debían haber estado a un joven de tus principios, a un joven oficial de la Marina. Sigo sin querer hacer prosélitos.

No creo que sea un signo de superioridad despreciar a la mujer por sistema o, cuando menos, por vanidad. Y simularlo, Eliacim, menos aún. Piensa que, en ocasiones, pocas, bien es cierto, esa mujer que se siente despreciada puede ser la misma que te permite despreciarla. O amarla, quién lo sabe.

No andabas bien encaminado en ese terreno, hijo mío, aunque podría citarte de memoria media docena de nombres que te harían temblar. Y te escudabas en tus vanos discursos sobre el vino y la cerveza, en las ingenuas teorías que nadie medianamente formado podía escucharte sin sonreír.

Pero no quiero culparte, Eliacim. Yo me hago responsable de todos tus puntos de vista, incluso de los más inconsistentes. Saber perder a todos los paños es el signo de algunas mujeres ya viejas. ¡Qué dolor, hijo!