Los cangrejos cocidos
Pétreos, de bermeja color, indescifrables, los cangrejos cocidos, Eliacim, duermen los albores de su eterno sueño en la rameada fuente del escaparate del restaurante. Hay días en los que me despierto con un afán, quién sabe si malsano, de desayunarme con todos los cangrejos cocidos que pueda encontrar en la ciudad. Salgo a la calle, al principio muy animada; después, poco a poco, desinflándome, y acabo siempre por tomar una taza de té caliente. ¿Por qué será?
Las primeras horas de la mañana, Eliacim, son buenas para los solitarios y las solitarias, los hombres y las mujeres que, a medida que el día crece y se levanta, sentimos levantarse y crecer en nosotros esa caverna de ásperos bordes por la que se nos escapó la felicidad: ese sentimiento que duerme hundido en algún sitio.
Hay días, sin embargo, en los que los solitarios y las solitarias soñamos con la sublevación y queremos desayunar con cangrejos cocidos. Lo que sucede es que, después, no podemos pasar más que una taza de té bien caliente.