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El instinto de maternidad

El instinto de maternidad, hijo mío querido, es algo mucho menos abstruso de lo que la gente piensa, algo mucho más fácil, quizá, de adivinar que de entender. El instinto de maternidad, Eliacim, se pinta con frecuencia de purpurina o de humo para no tener que dar, desvergonzadamente, la cara. El instinto de maternidad, hijo, es algo que parece ser que conviene ocultar, algo que debe velarse con pudor.

La araña, hijo mío, que es, entre todos los animales, el que más agudizado presenta el instinto de maternidad, se disfraza con frecuencia de flor de las praderas o de ciervo del bosque para no verse obligada a tener que explicar a cada paso sus raras costumbres.

Entre las mujeres, Eliacim, y tu madre lo es desde hace ya bastantes años, el instinto de maternidad viene ocultándose bajo el opaco barniz de la buena educación. Probablemente está mal, pero es así.

Yo noté, no se lo digas a nadie, que no podía sustraerme al instinto de maternidad, el mismo día que tú estrenaste tu primer pantalón largo, un pantalón gris príncipe de Gales con el que estabas resplandeciente.

Hasta entonces, siempre había pensado que el instinto de maternidad era un tópico para uso de señoras casadas de la clase media de abajo.