Los muebles convertibles
Tú sabes bien, Eliacim, que los muebles convertibles, esos muebles que lo mismo sirven para un roto que para un descosido, son más prácticos que elegantes, más útiles que vistosos, más airosos que sólidos. A los animales convertibles les pasa lo mismo, a las gallinas, a los perros de pastor, y a los hombres convertibles, también: a los alemanes, a los americanos.
Tú, hijo mío, que te habías criado en una relativa holgura, eras enemigo declarado de los muebles convertibles, de los sofás-cama, de las escaleras-butaca, de las mesas-silla de tijera, etcétera, y no admitías que muchas gentes encargasen al ebanista un lavabo-muro de las lamentaciones o un tocador-chimenea de la esperanza, por ejemplo, acosados por el pálido espectro que habita en los bolsillos vacíos.
Ya sé, Eliacim, que tu postura era la que correspondía a los dictados del buen tono, pero, ¿qué trabajo te hubiera costado tener algo más de caridad?
Los muebles convertibles, hijo, como los animales y los hombres convertibles, como los minerales y los vegetales convertibles, como los climas y los paisajes convertibles, como los amores y los patriotismos convertibles, son las pepitas de oro que todavía se sacan, con grandes sudores, bien es cierto, de la agotada mina de oro que, en mejores tiempos, hizo feliz a los hombres que no necesitaban convertirse en hombres convertibles.
Pero hoy las cosas han cambiado mucho, Eliacim.