Los lápices de colores
Con todos los colores del arco iris, hijo mío, se fueron alumbrando todos los lápices de colores del mundo y aún sobraron colores.
Con los colores más fáciles de inventar, Eliacim, con los colores puros y de nombre conocido, se alumbraron los lápices que habían de ser usados por los niños más pequeños, los lápices casi comestibles que llegarían a convertirse, a fuerza de pasar y repasar sobre el papel, en alas de pato y en heridores ojos de ciervo.
En el fondo del cielo, Eliacim, allí donde todas las cosas son más bien de un vago y desvaído tono azul, aún se ven las ruinas de la primera fábrica de lápices de colores que hubo, una fábrica pequeña donde todavía trabajan, entre las piedras que se han ido al suelo, unos hombres viejos y barbudos vestidos como los artesanos alemanes de la Edad Media.
(La caja de lápices de colores que te regalé el día de tu cumpleaños, Eliacim, como era una caja de lápices de colores que jamás se iba a usar, tenía, en vez de lápices de colores, nacaradas conchas marinas, un colibrí disecado y dos o tres ramitos de violetas. Lloré mucho cuando te puse la caja de lápices de colores sobre la almohada, Eliacim, hijo.)