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El tañedor de acordeón

Yo conocí un tañedor de acordeón leproso que llevaba los gusanitos de sus heridas en una caja de cristal de roca. Iba vestido de verde y de colorado y usaba unos pendientes de oro que terminaban en un cascabel. Había nacido en la más cálida de las colonias portuguesas y, según se decía, era hijo del único caso que se recuerda de haber sido fecundo el viejo pecado de bestialidad. (Parece ser que su madre, que era hija de un traficante de opio y de piedras preciosas, fue poseída por un tiburón que tenía atemorizados a los marineros que surcaban aquel lejano mar.)

Cuando me acuerdo del tañedor de acordeón leproso, Eliacim, me lo represento siempre con tu misma cara, con tu misma sonrisa pintada en sus labios de color morado. Es una idea que me asalta cuando los días amanecen demasiado luminosos y la ciudad se presenta como desconocida, igual que si la hubieran remozado, de repente, todos los jóvenes que la cambiaron por los abismos color verde botella.