La herencia de nuestros mayores
Eso que se llama la herencia de nuestros mayores, hijo mío, eso que las gentes llaman la herencia de nuestros mayores, Eliacim, suele ser una entelequia sin demasiado sentido. Lo que viene sucediendo es que nadie lo quiere decir, cosa que me explico, aunque no la disculpe, porque resulta más cómodo seguir por donde vamos.
La herencia de nuestros mayores, hijo, es frase para decir con la boca fría y una mano apoyada sobre el pecho. Las frases poco comprometedoras —religión, familia, o bien, la herencia de nuestros mayores, o bien, la unidad de Europa— deben decirse siempre con la boca fría y una mano sobre el diafragma. No merece la pena gastarse.
Cuando yo era una niña, Eliacim, y el abuelito, mi abuelito, decía la herencia de nuestros mayores, se me cortaba siempre la digestión. Algunos días, cuando lo repetía dos o tres veces, era necesario incluso llamar al médico. El médico, esa es la verdad, no me hacía mucho caso: le gustaba más hablar con el abuelito de la herencia de nuestros mayores.
Una de las primeras veces que engañé a tu pobre padre (q. D. h.) sentí grandes y difíciles de explicar remordimientos de conciencia, porque mi amante, un apuesto jinete calabrés que se llamaba Carlo Dominici, me habló, ¡con cuánta desconsideración, Santo Dios!, de la herencia de nuestros mayores, del imborrable legado de nuestros mayores.
Ahora que ya soy vieja o casi vieja, Eliacim querido, se me ocurre, a veces, pensar, aunque por fortuna no más que brevemente, en la herencia de nuestros mayores. Me conforta, sin embargo, la idea, si bien en modo alguno me compensa, de que no he dado lugar a nadie ni a nada, absolutamente a nadie ni a nada, que pueda decir, como si tal cosa, eso de la herencia de nuestros mayores, eso que es preciso entonar con el ánimo distraído, la boca fría y una mano en noble actitud.