55

La presencia del diablo

Cuando era niña, se me aparecía el diablo casi todas las noches. El diablo, para aparecérseme, adoptaba las formas más variadas. Unas veces fingía ser un perro pequeñito y de color canela, que olía a jazmín; otras, una araña minúscula y negra con sabor a menta; otras, un ligero temblor en la pared que brillaba como las luciérnagas; otras, tu abuelo, Eliacim, que tenía corpulenta la presencia pero atiplada la voz.

Mi padre, hijo mío, había sido siempre muy desgraciado porque, aunque era muy feliz, no se lo creía. Cuando iba a darme la bendición, por las noches, y un beso en la frente, olía con gran intensidad a azufre.

Yo, en aquel tiempo, hijo mío, era tan ingenua, que me ilusionaba ser hija del diablo. Cuando lo pensaba, con los ojos bien cerrados, sentía un calorcillo corriéndome por el pecho como un ciempiés enloquecido.

Después las cosas variaron mucho.