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Las florecillas campesinas

Me gustaría haber empezado, cuando todavía era joven y, si no hermosa, por lo menos lozana, allá por el tiempo en el que tú viniste, sin sorpresa alguna, al mundo, una bien ordenada colección de florecillas campesinas.

Disecadas con primor y pegadas, cada una de ellas, en su pliego de papel de barba, la colección de mis florecillas campesinas podría ocupar ahora un armario entero, un armario milagroso.

Yo, ahora que estoy tan sola, me pasaría las horas muertas delante de mi colección, como un sepulturero, imaginándome violentos y abortados campeonatos de amor floral, que es, quizás, el más cruel y condenado de todos los amores.

Con mi armario habitado por los malos pensamientos, hijo mío, el mundo no estaría para mí pintado tan de blanco color como hoy lo está. Y tú, a lo mejor, asomabas tras la margarita o por debajo de la virtuosa aliaga.

Si tuviera una cumplida colección de florecillas campesinas, Eliacim, viajaría hasta el mar que te acuna para dejarla caer, de golpe, sobre las olas.

Pero no me acordé a tiempo.