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Las monarquías

Resulta entretenido pensar en las monarquías. Una puede echarse en un sofá y empezar a pensar, como los sacerdotes indios: empiezo a quedarme sin los dedos de los pies, ya no siento los dedos de los pies; se me ha caído el pie hasta el tobillo, mi pierna acaba en el tobillo; la pantorrilla se disuelve como el azúcar, ¡qué bien se está sin pantorrillas!, los muslos se pierden igual que un barco que se aleja en la mar, conforta sentirse sin los muslos; la monarquía se esfuma como una sutil nubecilla, descansa en un extraño limbo sin brújula y sin reloj.

Defendamos nuestra propia monarquía porque es el último reducto de nuestro corazón. El corazón no está en el pecha, sino clavado en lo más recóndito e inmostrable de nuestras monarquías.

No defendamos, tercamente, el endurecido, el encallecido rey. La monarquía es algo que no está vinculado a la persona del rey. Pero la monarquía, sin duda, necesita un rey: un rey que haga latir, con cierta objeto, nuestro insaciable corazón.