Lord Macaulay
Siempre te amé mucho, hijo mío, siempre te distinguí con mi más egoísta y sincero cariño, siempre has sido para mí algo así como la meta de todas mis aspiraciones. Pero yo hubiera preferido verte ecuánime y circunspecto como Lord Macaulay, elegante, conservador y perito en historia de Inglaterra.
Quizá la culpa de que no hayas sido un Lord Macaulay sea mía y de nadie más. En ti, tu padre tuvo muy escasa parte, muy reducida contribución; a los hijos, los tenemos tan sólo las madres, que os albergamos, siempre con nuestros propios pensamientos, arropados en todo un cúmulo de violentos y fecundos amores inconfesables. El padre, tu padre, hijo mío, jamás pasó de ser otra cosa que un elemento decorativo, la disculpa para que nosotras podamos amar en el hijo todas sus virtudes: las que tienen forma y las que no la tienen, las que tienen nombre y las que no lo tienen, las que sirven para algo y las que, por raro que parezca, también sirven para algo.
Lord Macaulay, hijo, hubiera hecho un gran papel siendo tu madre. Siendo tu padre, no hubiera hecho más que cumplir con su deber. Pero el tiempo, Eliacim, es algo contra el cual aún no he descubierto la manera de luchar.