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El mar, un mar, ese mar

El mar es una palabra que me causa náuseas, algo de lo que no puedo hablar con serenidad. El mar es una joven bella e insoportable a quien las cosas le han ido demasiado bien en esta vida.

Un mar, un mar cualquiera, aunque sea un mar concreto y determinado, no es nunca nada. Un mar, un amor, un asno, una aterciopelada flor, un niño perdido en una gran ciudad, un funcionario perseguido sañudamente por el jefe de personal, una bala que va volando bajo el cielo de una batalla. Es muy vago todo esto, muy impreciso. Quizá lo que suceda sea que todas las cosas necesitan su nombre.

¡Ah, pero también tienen sus inconvenientes las cosas con su nombre concreto! Aquel fatídico amor que se llamó Pirámide; aquel asno siniestro y desapacible que volvía la cabeza, cuando escuchaba pronunciar la palabra Catulo; aquella flor bautizada de Extraña Esperanza; aquel niño que se perdió porque nadie le dijo, dame la mano, Ricardo Henriques; aquel funcionario que en su hogar se llamaba Oprobio y en la oficina Conmiseración; o aquella descocada bala Margarita que buscaba afanosamente el páncreas del más tierno recluta del batallón. El nombre del mar Egeo (Mediterráneo oriental) es un nombre que no quiero pronunciar. O, cuando menos, un nombre que quiero pronunciar lo menos posible, como una penosa obligación de la que quisiera constantemente huir.