Ropa interior de seda negra
Recuerdo bien, Eliacim, hijo querido, mi tierno capullito de rosa silvestre, sabrosa y ácida fresa campesina, mi hijo, que cuando yo me vestía y me desnudaba ante la fotografía de fin de carrera en la que ya estabas hecho un hombre, tú siempre torcías un poco el gesto al ver, sobre mi blanca piel, mi ropa interior de seda negra.
(Para haber muerto tan joven, hijo, podías haberte permitido ciertas faltas de respeto que yo jamás te hubiera echado en cara.)
Te juro, hijo mío, que nunca pude pensar que tenía todo aquello malicia alguna. Te juro, asimismo, que te estoy mintiendo. Habría sido suficiente una sola indicación tuya para que yo desterrase para siempre mi ropa interior de seda negra, que hubiera sido cambiada, prenda a prenda, por ropa interior de seda de colores suaves adornada con sencillo encajito blanco.
¿Te agradaría más? ¡Qué necia he sido!
Yo respeto todos los puntos de vista, hijo, absolutamente todos. La experiencia me dice que los hombres tenéis, sobre determinadas cuestiones, vuestros particulares y diferentes puntos de vista.