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¡Boticelliano! ¡Boticelliano!

Le desearía la muerte entre horribles y pacientes tormentos orientales.

La muy ladina, en cuanto ve un niño, aunque el niño sea, realmente, una verdadera basura, dice a grandes y desacompasadas voces que hieren el tímpano: ¡boticelliano!, ¡boticelliano!

Es una vieja maestra de la que yo, hijo mío, guardo muy mal recuerdo. Te ruego que lo compartas conmigo. No huele bien, sino mal, y no admite que nadie haga nada bien hecho, ni a derechas.

Si se habla del tiempo, dice que el tiempo es malo. ¿Malo del todo? Bien, cuando menos, malo para la salud o malo para la agricultura.

Si se habla del hermoso sol que luce en el cielo, dice que el hermoso sol que luce en el cielo es malo. ¿Malo del todo? Sí, sin duda, es un sol precursor de la tormenta. ¡Ay, Santo Dios, las chispas eléctricas, que matan a los pastorcillos del monte!

Si se habla de Natalia, que tiene unos hondos y negros ojos bellísimos, dice que Natalia es indecente y viciosa, que se le ve en sus hondos y negros ojos bellísimos, aparentemente bellísimos. ¿Por qué?, ¿qué ha hecho? ¡Ah! ¡Hay que ver más allá de lo que se hace o de lo que no se hace! ¿Para qué nos ha dado Dios la capacidad de deducción?

Si se habla del alcalde, dice que el alcalde es ladrón, ladrón en potencia, que son los peores.

Sólo si ve un niño se estremece y grita, con su voz chillona y desacorde de lechuza: ¡boticelliano!, ¡boticelliano!

Yo, ya te digo, le desearía la muerte entre espantosos y lentos tormentos chinos.

Hijo, no me desasistas.