La trucha
Cuando íbamos a pescar truchas al río Rápido y nos pasábamos las horas muertas, en silencio, considerando varias y homogéneas cosas, por ejemplo, lo listas que son las truchas, lo voraces, lo veloces, o bien, seguramente nos han visto ya, o bien, incluso, el día es realmente hermoso, ¿qué importa que en el cesto no haya ni una sola trucha?, ¡qué bien lo pasábamos!, ¿te acuerdas?
Tú llevabas una visera verde para el sol y un botellín de plata, con tus iniciales, lleno de coñac. Yo solía llevar un delantal de cretona, de los varios que tengo, y unas gafas oscuras.
Comíamos debajo de cualquier arbolito y bebíamos agua recién nacida, agua de una fuente que brotaba de nuestros pies, un agua que estaba quizá demasiada fresca, demasiado pura. Lo que más nos gustaba era ver, desde lejos, los gruesos, los lustrosos toros de Sussex, cuya carne es tan apreciada, ¿te acuerdas? ¡Qué bien lo pasábamos!
A la ciudad volvíamos mustios y cariacontecidos, ¿te acuerdas?, con el alma pálida y la cabeza debajo del ala.