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El vecino bien educado

Tú, no. Pero tu primo Ricardo, ¡ah, tu primo Ricardo! Tu primo Ricardo es un zángano que no hace más que disgustar a su madre.

Tu primo Ricardo, el muy botarate, tiene un vecino a quien convendría disecar, en su día, claro es, para que figurase en el Museo Municipal y a todos nos sirviera de ejemplo. El director del Museo Municipal ordenaría pasarle un suave plumerito con frecuencia y ordenaría también lavarle los ojos con clara de huevo, esos ojos que parecen preguntar al visitante.

—¿Ha leído usted el decálogo del morador de la urbe?

—¿Morador de la urbe? No me suena…

El vecino de tu desagradecido primo Ricardo tiene tantas habilidades que, probablemente, para contarlas no habría bastante con la serie de los números naturales. La más impresionante de sus habilidades (bueno, una de las más impresionantes y que te cito tan sólo a título de ejemplo) es la del sorprendido viajero del ascensor. El vecino de tu asqueroso primo Ricardo, con la sonrisa en los labios, dice, llegado el momento no; tiene poca fuerza el ascensor, yo subiré andando, muchas gracias. (El único defecto que podría achacársele al vecino del gran tunante de tu primo Ricardo, es su desmedido amor a la mentira: el ascensor tiene una fuerza tremenda, es uno de los mejores y más poderosos ascensores que he conocido en mi vida.) El vecino de tu primo Ricardo, el bribón de tu primo Ricardo, mete al sorprendido viajero en el ascensor, da al botón y sale corriendo escaleras arriba.

El vecino de tu primo Ricardo, a quien llamaría muy gustosamente malnacido si no fuera hijo de mi hermana, siempre llega a tiempo de abrir la puerta en el tercero, en el cuarto, en el quinto y hasta en el sexto o séptimo. A los pisos de más arriba llega ya con cierta dificultad, con ciertos síntomas de fatiga.

Sonríe, dice ¡op!, y después respira profundamente.

—¿Tú te das cuenta, hijo mío? —te pregunté una vez y te vuelvo a preguntar ahora—. ¿Tú te das cuenta?