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En la piscina

Las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras de la piscina, todas madres, llevaban ya cinco días nadando sobre el ahogado. Tú fuiste quien me lo dijo. El agua era mudada cada domingo por la noche y el ahogado, un muchacho de provincias que vivía modestamente de dar clases de solfeo, estaba allí, según todos los síntomas, desde el lunes por la mañana. El viernes por la tarde el agua sabe a cloro y tiene un color agrisado, como de leche sucia.

Las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras de la piscina, todas madres, nadan torpemente, tragando agua, escupiendo agua. En otro tiempo, ¡cómo pasa el tiempo!, había abusos, muchos abusos, tú fuiste quien me lo dijo. Las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras de la piscina, todas madres, se paraban, de vez en cuando, y sonreían pasmadamente, con un gesto cuya interpretación no ofrecía dudas. Tú me lo explicabas muy bien, nadando por la habitación como una gorda señora sin encantos. ¡Qué risa daba verte! La empresa, entonces, mandó echar en el agua unos polvitos misteriosos, unos polvitos que inventó un químico alemán, y cuando las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras, todas madres, se paraban y sonreían pasmadamente, con un gesto cuya interpretación no ofrecía dudas, los polvitos misteriosos entraban en acción y alrededor de las señoras se formaba una aureola de color encarnado.

—Fue necesario tomar esa medida heroica y vergonzosa —fueron tus palabras, rebosantes de caridad como un limón.

Las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras de la piscina, todas madres, llevaban ya cinco días nadando sobre el joven profesor de solfeo, el joven que había puesto todas sus ilusiones en la conquista de la ciudad.

Vaya. Ahora, con eso de los polvitos misteriosos, sucedía que, a veces, una señora salía del agua y se iba, con el bañador pegado y chorreando, hacia los vestuarios. Algunas se vestían y se marchaban, a disponer sus hogares. Otras, no; otras volvían a echarse a nadar sobre el ahogado, sobre el joven profesor de solfeo que, como nadie cuidó de cerrarle los ojos, parecería, a buen seguro, un joven besugo muerto.

Tú, hijo mío, siempre me has parecido más bien un pájaro, un pájaro encantador.