Ayúdame a devanar esta madeja de lana de color ciclamen
—No quiero, no quiero, ¿te das bien cuenta de a quién pides las cosas, las más fútiles cosas?
Tú, hijo, estabas amarillo de ira, amarillo como una batata en almíbar o una alianza recién estrenada. Y no porque te pidiese que me ayudases a devanar aquella madeja de lana color ciclamen (otras veces lo habías hecho muy gustoso), sino por las siete razones que ahora, que ya no te tengo miedo, me atrevo a enumerarte.
(Perdóname que use números romanos como Müller en su «Historia de la literatura griega». Sé bien que es una falta de educación y que debiera haberlo evitado.)
I. Con mi amiga Rosa, a pesar de ser mallorquina, no hay nada que hacer, tú lo sabes tan bien como yo, incluso mejor que yo. Mucha luna, mucha mano en la mano, mucho venga de oler flores al tiempo, mucho leer juntos poesías de Samuel Taylor Coleridge. ¡Allá tú! Táctica equivocada. Si yo fuese más joven aun podría hacerte una demostración experimental. Suele ser eficaz, pienso, llenarle a la mujer amada el seno de margaritas, la espalda de margaritas, los muslos de margaritas. ¡Rosa! ¡Rosa!
II. Desearías encontrar motivos para poder decir, como tu primo Alberto, ¡oh, Dios, oh, Santo Dios! ¿Por qué me abandonáis a mis pobres fuerzas en tan difícil trance? Pero si a tu primo Alberto, hijo mío, alguien le acompañase en tan difícil trance, tu primo Alberto sería mucho menos feliz. Él mismo me lo confesó en cierta ocasión, con lágrimas en los ojos: tía, por favor, no descubras ese hombro…
III. Por la radio hace ya setenta y dos horas que, pese a tu atención, no tocan lo de la gondolera de los dorados bucles y la profunda mirada. Cursi, pero eficaz. A mí también me duele, créeme.
IV. No estás seguro de que cuando yo te reprendo y te digo, por ejemplo, hijo, ¿por qué te empeñas en ir por la acera en zigzag para no pisar raya? ¿No ves que eso da lugar a murmuraciones?, lo hago sólo pensando en tu porvenir.
V. La luna, el pálido astro de la noche, como decía aquel ministro de Transportes tan gracioso, está en una fase poco propicia.
VI. En la cervecería «La libélula de raso plateado que silba, canta, bebe y contagia la felicidad», ya no despacha sandwiches de jamón de York aquella aldeanita galesa de piernas torneadas, que tenía las mejillas de tornasol y el pelo negro como el azabache. Se llamaba…, no recuerdo cómo se llamaba. Pero sí recuerdo que cuando lavaba los vasos con violencia, le quedaba tensa y reluciente la línea del escote.
VII. Tu novia querida, la señorita Pepper (no, no me da la gana, no quiero llamarla con ese ridículo nombre que tiene), es bizca de sentimientos. Cuando te lo dije te irritaste, pero ahora ya te vas dando cuenta de que las madres decimos siempre la verdad.
La verdad es que no estuve prudente al pedirte que me ayudases a devanar esta madeja de lana color ciclamen que había comprado, ahora que vienen los fríos, para hacerte un tapabocas que te preservase de los resfriados y de las bronquitis.