Conocí a Mrs. Caldwell en Pastrana, durante el viaje que hice por la Alcarria, hace ya algún tiempo. Mrs. Caldwell estaba despegando con todo cuidado los baldosines de la alcoba donde murió la princesa de Éboli; después los envolvía en papel de seda, uno por uno, y los guardaba en la maleta, una maleta de vientre vario y meticuloso.
En la fonda, Mrs. Caldwell me leyó un día, después de cenar, las páginas que estaba escribiendo en recuerdo de su adorado hijo Eliacim, tierno como la hoja del culantrillo, muerto heroicamente en las procelosas aguas del mar Egeo. La obrita de Mrs. Caldwell se titulaba, en principio, «Hablo con mi bienamado hijo Eliacim». Tenía varios títulos más en cartera, pero, sin duda, el más hermoso era el que queda dicho.
Hace un mes o mes y medio, un amigo de Londres, el capador de codornices Sir David Laurel Desvergers, me escribió dándome la triste noticia de que Mrs. Caldwell había muerto en el Real Hospital de Lunáticos, de aquella ciudad.
Sir David me envió, con su carta, un paquetito con las cuartillas de Mrs. Caldwell. «Ella quiso —me aclara— que le fuesen enviadas a usted, joven vagabundo con el que intimó hasta el hastío y casi hasta la saciedad. Mrs. Caldwell hablaba siempre de usted con cariño y nos explicaba, a mi mujer y a mí, que tenía usted una dulce y evadida mirada, muy semejante a la de su adorado hijo Eliacim Arrow Caldwell, tierno como la hoja del culantrillo, y muerto heroicamente, como quizás usted sepa ya, en las procelosas aguas del mar Egeo (Mediterráneo oriental).»
Las páginas que hoy edito son las de mi pobre amiga Mrs. Caldwell, vieja errabunda con la que intimé hasta el hastío, aunque jamás hasta la saciedad. Descanse en paz.