He coleccionado definiciones de novela, he leído todo lo que sobre esta cuestión ha caído en mis manos, he escrito algunos artículos, he pronunciado varias conferencias y he pensado constantemente y con todo el rigor de que pueda ser capaz sobre el tema y, al final, me encuentro con que no sé, ni creo que sepa nadie, lo que, de verdad, es la novela. Es posible que la única definición sensata que sobre este género pudiera darse, fuera la de decir que «novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela».
No voy a hablar aquí de que, en hipótesis, la novela es un documento, un espejo, una cámara tomavistas. Tampoco voy a aludir para nada a la teoría del ambiente, o a la de la técnica, o a la del argumento. La novela es siempre una concreta realidad y nunca una figuración y, por otra parte, éstas son cosas cuyo planteamiento es sobradamente conocido y cuyas conclusiones son sobradamente vagas e imprecisas. Una novela puede ser y no ser todo eso y aun muchas cosas más; puede pertenecer a ésta o a la otra escuela, o a una escuela que esté todavía por inventar, y ser una magnífica novela o una novela calamitosa, que es lo más frecuente.
A mí me parece que para el novelista es peligroso encorsetarse en una manera determinada y creer que son malas todas las demás. Por lo menos, yo he intentado, hasta donde he podido, todo lo contrario: creer que todas las formas son igual de buenas o igual de malas, y que lo que prevalece, a la postre, es el talento del escritor, suponiendo que los escritores puedan ser capaces de tenerlo, cosa que más bien me inclino a no admitir.
Esta Mrs. Caldwell es la quinta novela que publico y la quinta técnica de novelar —¡qué horrorosa y pedantesca expresión!— que empleo. En La familia de Pascual Duarte quise ir al toro por los cuernos y, ni corto ni perezoso, empecé a sumar acción sobre acción y sangre sobre sangre y aquello quedó como un petardo. Los novelistas de receta, al ver que había tenido cierto buen éxito, el cierto buen éxito que pueda tener un libro en un país donde la gente es poco aficionada a leer, empezaron a seguir sus huellas y nació el tremendismo, que, entre otras cosas, es una estupidez de tomo y lomo, una estupidez sólo comparable a la estupidez del nombre que se le da.
En Pabellón de reposo intenté hacer el anti-Pascual. Algún crítico dijo que el Pascual Duarte estaba muy bien, pero que había que verme en la piedra de toque del sosiego, de la inacción. Aunque no lo entendí mucho, como no soy amigo de polemizar, porque la discusión, como el amor y el afán de mando, me parece un claro signo de deficiencia mental, escribí Pabellón de reposo, que es una novela donde no pasa nada y donde no hay golpes, ni asesinatos, ni turbulentos amores, y sí tan sólo la mínima sangre necesaria para que el lector no pudiera llamarse a engaño y tomar por reumáticos o por luéticos a mis tuberculosos. Sin referencia geográfica, onomástica o temporal que permitiese su localización en una época o lugar determinados (salvo, quizá, la relativa, y siempre muy aproximada, situación en el calendario que pudiera averiguarse por las terapéuticas empleadas con mis marionetas), Pabellón fue mi prueba pacífica, mi experimento pacífico, o dicho de otra manera, mi experimento por el segundo camino, mi segunda prueba.
En mi Lazarillo —el libro se llama nada menos que Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes, título que me parece algo largo para citarlo así— probé a actualizar o a intentar actualizar, no ignorando todos los riesgos y peligros que esto tiene, uno de los más antiguos, bellos e ilustres mitos de nuestra literatura clásica: el del criado de cien amos, el pícaro que vive de milagro e incluso por pura casualidad. Creo que, como ejercicio, puede ser provechoso para el escritor, si se tiene algo de suerte. Se navega siempre un poco bordeando el pastiche, bien es cierto, pero también se aprenden muchas cosas que pueden ser de utilidad.
El Lazarillo lo escribí porque quise —cuando el escritor rompe a escribir lo que quieren los demás, empieza a dejar de serlo—, y también porque de Pabellón se dijo algo paralelo, digamos paralelo, a lo que se comentó del Pascual Duarte: sí, sí, eso está muy bien, o relativamente bien, claro está, pero donde hay que ver al autor es en un tablado español y no en un escenario abstracto, que lo mismo puede ser de aquí que de otro lado cualquiera. Bueno. En el Lazarillo desbrocé, para mi particular andadura, un nuevo camino en mi predio y, por lo menos, me entretuve.
Del Lazarillo se opinó (no vengo diciendo más que parte de lo malo; lo bueno es algo que no interesa más que a mi mujer, a mi editor y, muy relativamente, a mí), que sí, como siempre, que si tal y que si cual, pero que el campo, antes y ahora el campo, y que a ver cuando me atrevía con la ciudad. En vista de eso, di un viraje y escribí La colmena. Nunca agradeceré bastante a mis enemigos la cantidad de sugerencias que me brindan, a pesar de su escasa imaginación.
La colmena es la novela de la ciudad, de una ciudad concreta y determinada, Madrid, en una época cierta y no imprecisa, 1943, y con casi todos sus personajes, sus muchos personajes, con nombres y dos apellidos, para que no haya dudas. En los juicios que La colmena despertó, juicios no siempre mantenidos, por cierto, en el plano de la rigurosa objetividad que requiere la crítica literaria, se barajaron, con frecuencia, cartas marcadas, naipes que hacían posible, e incluso fácil, la flor del fullero. Leal a mi manera de ser, que no sé si es buena o mala, pero que, en todo caso, es mía y no tengo otra, paso, como sobre ascuas, por encima de esta cuestión. El deber del escritor es seguir escribiendo; es, también, su único premio.
Mrs. Caldwell, y llegamos a mi quinta y por ahora última novela, me enfrenta con un mundo cuya manera de tratarlo, de tratarlo por mí y en este caso, va a encontrar el lector, si quiere hacerlo, poco más adelante. Sería mala idea —la mala idea del espectador de películas policíacas que dice en voz alta quién es el criminal, si el doctor, el marido o el criado— meterme ahora en el berenjenal donde pueda estar escondida la clave de mi libro, si es que mi libro, cosa que no creo, tiene clave alguna.
Pero de todo lo dicho, el sufrido lector aun no habrá podido colegir sino que, en mis cinco novelas, hubo, sí, cinco temas, e incluso cinco decorados diferentes, pero no, en modo alguno, cinco preocupaciones dispares o, como decía antes y vuelvo a pedir perdón, cinco técnicas de novelar.
Hasta qué punto pudiera ser esto así, es conclusión que cae fuera de mi competencia. No se olvide que mi papel no pasa de ser el del ponente que informa, el del testigo que quizá sea un testigo de excepción, pero que, en caso alguno, es el juez que resuelve y falla.
Pascual Duarte es una novela lineal, escrita en primera persona, que abarca toda una intensa vida.
Pabellón de reposo es más bien una novela ensamblada, como los pisos de parquet, escrita, también en primera persona, desde los diversos ángulos de cada uno de sus personajes, y en la que no se atiende sino a los estertores, a las últimas luces de cada candil.
En el Lazarillo, una novela calendario, sigo con la primera persona y me ocupo del despertar de mi pícaro hasta su oficial consideración de hombre, hasta su entrada en el cuartel para servir al Rey.
En La colmena salto a la tercera persona. La colmena está escrita en lo que los gramáticos llaman presente histórico, que ya asomó, si bien tímidamente, en algún pasaje de mi obra anterior. La colmena es una novela reloj, una novela hecha de múltiples ruedas y piececitas que se precisan las unas a las otras para que aquello marche. En La colmena no presto atención sino a tres días de la vida de la ciudad, o de un estrato determinado de la ciudad, que es un poco la suma de todas las vidas que bullen en sus páginas, unas vidas grises, vulgares y cotidianas, sin demasiada grandeza, esa es la verdad. La colmena es una novela sin héroe, en la que todos sus personajes, como el caracol, viven inmersos en su propia insignificancia.
En Mrs. Caldwell intento, hasta donde pensé que pudiera hacerlo sin riesgo de confundir al lector, la segunda persona. Pero, en fin, de Mrs. Caldwell ya hablaré cuando vayamos por su segunda o tercera edición; se tiene mayor frialdad, mayor sinceridad, mayor aplomo, con los libros ya a cierta distancia, que con los libros recién cocidos y recién puestos en el escaparate, todavía calientes, como las aromáticas y casi animales barras de pan de las tahonas.
Y esto es todo, o parte, de lo que hoy he probado a decirles. Pido al lector cierta indulgencia para conmigo. A estas gentes que ahora me rodean[*] sin explicarse demasiado qué rara suerte de ganado soy, no se lo hubiera podido contar. No dudo que el lector, si es amigo, habrá de saber comprenderlo así.
C.J.C.