III

La soledad de Mrs. Caldwell, la protagonista de la novela, ha edificado su solipsismo y ha derivado en un escalofriante pesimismo vital. En una de las últimas cartas a su hijo, antes de ingresar en el Real Hospital de Lunáticos (sutil denominación humorística), Mrs. Caldwell escribe desde la convicción explícita del pecado original, del mal:

«Todo es muy simple, Eliacim, de una simplicidad que sobrecoge. Una mujer nace, crece, se casa, va de compras, tiene un hijo, engaña a su marido, se cuida aparentemente del hogar, pierde a su hijo, hace obras de caridad, se aburre y muere. Y así una vez, y otra vez más, y otra vez más aún, hijo mío» [196].

No es tan simple, porque el manuscrito de las cartas que Mrs. Caldwell escribió a su hijo muerto presenta unas características formales y temáticas de una relevancia notable y de una originalidad insólita en el panorama de la narrativa española de comienzos de los 50, al margen de consolidar, con la mirada de medio siglo después, la continuada voluntad artística de Cela de postular la «calidad anfibia» —Umbral dixit[31]— para muchas de sus mejores creaciones.

Mrs. Caldwell rememora a través de un haz de cartas, dirigidas a su único hijo, Eliacim, muerto en el mar Egeo en un naufragio durante la Segunda Guerra Mundial, aspectos de su vida que a modo de círculos concéntricos van desvelando una turbia y ardiente pasión incestuosa, o dicho de otro modo, todos los aspectos de la vida que la memoria de la protagonista escribe en densas y alucinadas cartas convergen en un motivo obsesivo que, incluso, podría leerse en la línea crítica establecida por Charles Mauron[32] como un «mito personal», expresión de la personalidad inconsciente del autor.

Las cartas no fraguan una continuidad narrativa trabada sino una atmósfera tupida y viscosa, que se va nutriendo de la soledad ardiente de deseo de la madre hacia su hijo muerto junto a sus compañeros en el naufragio del Furious. En una de las últimas cartas que redacta desde su casa, desde la penumbra de la butaca de al lado del fuego, y que acaba incompleta y algo quemada, Mrs. Caldwell escribe:

«Yo quiero apartar de mí las zapatillas de los muertos, Eliacim, aunque ese muerto seas tú, que estás muerto y más que muerto, yo lo sé, muerto con todos tus compañeros del Furious, muerto en el verde y rojo fondo de la mar, hijo mío, y te dejaste las zapatillas olvidadas en casa de tu madre, en el fondo de un baúl, ¡qué sarcasmo!, sin pararte a pensar en el daño que hacías, Eliacim, sin pararte a pensar más que en ti, más que en tus zapatillas azules» [202].

Son cartas que se extinguen con la vida de la protagonista, recluida en el Real Hospital de Lunáticos, en el que ha ingresado tras inventariar los enseres de su casa y escribir una última carta que habla de lo inhóspito y asfixiante de su hogar, imagen de su vida, mezcla de infelicidad, de inconsciente egoísmo, de rara abnegación y, sobre todo, de soledad ansiosa de un secreto y desesperado amor:

"¡Adiós, inhóspito, asqueroso, traidor hogar! ¡Adiós, frías paredes irremisibles, madera de patíbulo, feroz hogar! ¡Adiós, aire viciado, recuerdo viciado, viciado hogar! ¡Adiós, persianas como párpados muertos, escaleras que no llevan a ninguna felicidad, inclemente hogar! He terminado mi inventario, gracias a la ayuda que me prestaron, por cierto, mis mejores amigas, y me voy sin pena, hasta alegremente y, aunque no lo digo, sin intención de volver jamás a verte.

De nuestra casa he borrado todos tus recuerdos, Eliacim, y si hubiera tenido valor, hijo mío, nuestra casa, a estas horas, estaría ardiendo con unas llamas inmensas y temblorosas. Pero me faltó tiempo, Eliacim, y también valor, ya te digo" [209].

En la penumbra de ese hogar la protagonista escribe sin cesar su delirio alucinado, sus angustias secretas, sus pequeños dramas, su radical insatisfacción, encadenando sutilmente —cito a Vilanova— «sensaciones y recuerdos, intuiciones e ideas»[33] que remiten obsesivamente a su secreto deseo, a su ardor amoroso por su único hijo Eliacim.

Mezclando insatisfacciones, culpabilidades, desilusiones y desasosiegos las cartas a su hijo dibujan la personalidad de la protagonista en un momento crucial de su vida. No ha querido ni ha sido querida por su marido, el señor Arrow, y las referencias epistolares hacia él están trazadas de forma deliberadamente anfibia, entre el humor y el menosprecio. La carta 41 refiere la postura de su marido muerto: «tu pobre padre (q. D. h.) prefirió, hijo mío, una caritativa postura de gata parida. Daba risa verlo. Algunos amigos tuvieron que ayudarme a desdoblarlo para poderlo meter en la caja» [41]. Su marido no pasó de ser en su vida más que «un elemento decorativo» [42]. Tampoco sus sucesivos amantes llenaron los vacíos y las insatisfacciones de la protagonista, que, en su escritura, revelará el amor pasional e incestuoso que anida en el fondo de su corazón. En la cautelosa y calculada escritura de Cela se ofrecen suficientes paralelismos y contrastes como para interpretar rectamente la intención y el sentido de la novela.

El matrimonio, los amantes, la vida social de apariencias y conveniencias es la cárcel de la protagonista. La cotidianidad, la realidad doméstica, las presencias aburridas activan el ardor de la verdadera pasión secreta y soñada de la protagonista. Veamos un ejemplo. Mrs. Caldwell tiene una relación que nace de una forma no especificada (como anotó con innecesario escrúpulo Paul Ilie) con un abogado sin pleitos: «Después vino hacia mí, me estrechó entre sus brazos y me dio un prolongado y sabio beso en la boca» [115]. De inmediato la protagonista remite la escena a su hijo: «Yo, Eliacim, creí desfallecer. Con los ojos cerrados, Eliacim, te dediqué un silencioso y entrañable homenaje» [115]. El encuentro de la protagonista y el abogado desemboca en un emblemático baile de un vals: «El abogado sin pleitos y yo, hijo mío, nos reímos mucho y nos abrazamos. Después, descorchó una botella de champán y puso un cadencioso vals en el gramófono, un cadencioso vals que bailamos con las caras muy juntas» [115]. Paul Ilie[34] anota con acierto que la interpretación del baile del vals hay que verla a la luz de otros capítulos y no a través de extrañas herramientas ajenas al texto. Es cierto. Mrs. Caldwell, pese al vals, no ha sentido ni un gramo de pasión amorosa por el abogado. En el capítulo titulado «Valses vieneses», la carta de Mrs. Caldwell reza así:

«Los valses vieneses, Eliacim, no son propicios para el amor, los dos lo sabemos. Los valses vieneses, hijo mío, son más bien actos para adiestrarse en las acompasadas artes del matrimonio. El amor, Eliacim, es una arritmia» [160].

Lo que late en el fondo del corazón de Mrs. Caldwell es una pasión morbosa, un deseo secreto y oscuro, una arritmia. Por ello la protagonista le cuenta a su hijo, al objeto de su ardoroso y oscuro deseo, cómo baila los valses:

«Cuando en la radio suena, por no muy rara casualidad, un vals vienés, Eliacim, Olas del Danubio, por ejemplo, o Las patinadoras, o Voces de primavera, yo me descalzo y salto por encima de los muebles, hijo mío, hasta caer rendida y casi sin respiración.

Entonces, Eliacim, lloro un poco, de un modo bastante silencioso, y beso tu fotografía. Después, suelo dormirme» [160].

Desnudez, arritmia, cansancio, sueño son atributos contrarios al comedido ejercicio del vals, son correlatos del corazón de la protagonista, que ya en una de las iniciales cartas a su hijo, le recordaba cómo bailaban el tango, canturreando una letra repugnante, plagada de sensualidad y deseo:

«Cuando bailo contigo aquel tango siniestro que empieza así: Ven a mis brazos otra vez, olvida lo que pasó, me siento una niña. ¡No somos nadie, hijo mío; nadie, absolutamente nadie, Eliacim querido! Con los cabellos plateados… ¡Qué horror! La boca amarga… ¡Qué horror! La mirada muerta… ¡Qué horror!

Hijo, baila conmigo este tango, llévame bien apretada contra ti, y canturrea por lo bajo esta letra repugnante que me devuelve la juventud y que me llena el pecho de malas intenciones. Obedece a tu madre, hijo: que nadie pueda decir que me desobedeces» [4].

Cerca de cuarenta años después de la publicación de Mrs. Caldwell Cela recordaba, en un artículo recogido en A bote pronto, el afecto y el respeto que sintió en su juventud por el tango: «Por el tango sentí una especial complacencia, casi una complicidad difícil de explicar y justificar, en los años inmediatamente anteriores a la guerra civil»[35]. Esa sentimentalidad plagada de olvidos, desamores y traiciones fue tan grata al autor como a la protagonista de la novela de 1953.

El drama de Mrs. Caldwell nace de su condición anfibia de madre y amante. Condición anfibia que choca con la hipocresía social, en el mundo aparente y asfixiante que la rodea, que en su estereotipado lenguaje opaca el animal que late en el interior de cada hombre, de cada mujer, de Mrs. Caldwell y de su hijo. Las cartas están plagadas de referencias al hombre-animal, a la condición de bestia humana por emplear la expresión de Émile Zola. Así la anécdota de la cocina vegetariana deriva en esta sentencia de la protagonista que parece arrancada de Pascual Duarte o del propio Cela: «El hombre necesita envenenarse, Eliacim, para saberse hombre. El hombre es un animal envenenado, quizás el único animal envenenado» [75]. O la reflexión que con imágenes idénticas a las de un célebre pasaje de La familia de Pascual Duarte, la protagonista transmite a su hijo a propósito de las más extrañas y saludables mujeres: «Las más extrañas y saludables mujeres, Eliacim, suelen llevar un nido de alacranes en el escote, un hervidero de alacranes latiéndole en el alto y poderoso seno» [142][36].

Las imágenes de la transformación animal sugieren la pasión incestuosa y el febril deseo de posesión en medio del ambiente anodino y mediocre que rodea a la protagonista. En la penumbra, tras los visillos, Mrs. Caldwell observa a la gente que pasa por la calle, es el espejo en el que no quiere mirarse:

«La gente que pasa por la calle, Eliacim, la dolorosa, entumecida gente que pasa por la calle, hijo mío, con sus desnutriciones, sus lesiones tuberculosas, sus amores sin compensación, sus anhelos jamás cumplidos, etc., marcha sembrando estupidez y resignación sobre las malolientes tiendecillas y los plácidos burdeles de arrabal, un poco con la no confesada ilusión de que la muerte les coja con las botas puestas, como al vagabundo que hizo de su bota temblorosa carne de su piel» [197].

Ella se quiere mirar en el espejo roto de amante, amante gradualmente despreciada por el hijo, cuya actitud ha oscilado —siempre según el relato de la protagonista— de la indiferencia al odio. Amante que vive su tragedia íntima, que quiere, que desea, que sueña en la soledad ardiente de su pasión incestuosa:

«Quisiera ser sucio pulpo del abismo, hijo mío, para poder abrazarte, para poder decirte al oído: ahora ya no te podrás escapar jamás.» [60]

«Desearía convertirme […] en esa misma araña de largas y peludas patas, que cuelga casi inverosímilmente de un hilo que brilla con descaro al sol». [49]

«Acabo de soñar que nos casábamos tú y yo, Eliacim, el uno con el otro, ¡qué sueño más chistoso! Yo estaba nerviosísima, Eliacim, y cuando el pastor te preguntó, ¿quiere usted por esposa, etc.?, me eché a llorar porque creí que ibas a decir que no. Pero no, Eliacim, tú no dijiste que no, tú eres un caballero y no ibas a llevar a tu novia hasta la iglesia para decirle que no; tú me miraste, me sonreíste amorosamente y dijiste, con tu más firme y bien timbrada voz, que sí, que me querías por esposa. ¡Qué ilusión me hizo, Eliacim, oírtelo decir!» [204]

Toda la intimidad, todo el subsuelo interior de Mrs. Caldwell está engastado del deseo incestuoso. La densidad de la tragedia que Cela novela es insólita: «pensé tatuarme el vientre con las letras E. A. C.» [166] o «en mi testamento, hijo mío, he añadido una cláusula disponiendo que me amortajen con una sábana hecha cosiendo los retratos tuyos que yo escupo por la noche» [188]. La pasión turbia y el deseo más poderoso que su vida ha alimentado la peregrinación de la protagonista hasta la muerte, hasta la fusión en los cuatro elementos que titulan las últimas cuatro cartas que escribe desde el Real Hospital: el aire, la tierra, el fuego y el agua, sirviendo de marco de la muerte de la madre incestuosa, al aire del final de la novela más importante del siglo XX, el Ulises de James Joyce.

Mrs. Caldwell es un «animal de lenguaje» —tomo el sintagma de Georges Steiner— que acaba vaciando su cabeza y su corazón en un lúcido extravío que inestabiliza la relación de los lectores consigo mismos. Ese animal de lenguaje ha creado en las cartas a su hijo muerto el espacio donde la confesión desnuda su verdadera identidad, al margen de la ciudad cotidiana, rutinaria, inaguantable:

«Son tristes, Eliacim, muy tristes, las vulgares amanecidas de la ciudad, esos indecisos instantes en los que los hombres aún no se atreven a hablar en voz alta, y las mujeres, como bestias soeces, orinan, desgreñadas y todavía medio dormidas.» [203]

Espacio que radica en el desierto, libre de las trabas del hogar, de la ciudad, de las convenciones sociales:

«Sobre las arenas del desierto, hijo mío querido, las mujeres nos convertimos en insaciables y demoledores vientos huracanados, en fieros vendavales capaces de arrasar montañas y sepultar ciudades. Por eso está prohibido, en las leyes de algunos países, que las mujeres podamos asomarnos al desierto con la misma licencia con que pudiéramos hacerlo a un alto barandal.

Sobre las arenas del desierto, Eliacim, crujen nuestras pisadas como si las diéramos sobre un lecho de secos deseos inconfesables, de yermos deseos que sólo en trance de muerte nos atreveríamos a confesar» [123].

El deseo inconfesable ha alimentado la colección de cartas, ese diálogo imposible que nacido de la emulación del discurso narrativo de las Cartas portuguesas desemboca en un monólogo, similar al de Molly Bloom en el Ulises (aunque Cela lo ha ordenado con la titulación de las cartas) porque en ambos textos, las cartas de la novela de Cela y el último capítulo de la genial novela de Joyce, asistimos al mismo y secreto vómito, que formulo con palabras de Maurice Coutourier, en su magistral libro La figure de l’auteur: «elles disent le désir ardent d’une femme en l’absence de son amant»[37].

Cela sabía de los valores del monólogo interior (lo va a utilizar en obras narrativas posteriores), pero en Mrs. Caldwell habla con su hijo apostó —creo que con acierto— por el fragmentarismo de las cartas sin respuesta, en las que la protagonista, velada y gradualmente, confiesa su deseo trágico y oscuro a quien es el objeto de ese deseo. La confesión epistolar deviene en «comunicación íntima»[38] y, a la vez, en la búsqueda imposible del interlocutor deseado, del interlocutor necesario para conformar la verdadera identidad de la protagonista.

En la amalgama de influencias (entiéndase como término noble y eficaz de la tradición literaria) que nutrieron la experiencia narrativa de Mrs. Caldwell creo que son prioritarios dos nombres en el ademán que vertebra la novela. No es este el lugar para una prueba minuciosa. Me limitaré al apunte, que es apunte final.

El primero es Joyce, a quien Cela ya citaba entre las autoridades de la novelística mundial en una entrevista de Pedro Carvallo en el semanario Fotos (18-VII-1943)[39] y el Ulises, novela a la que dedicaría un sincero homenaje en Papeles de Son Armadans en diciembre de 1977. En el Ulises admiraba cómo Joyce se ciscaba «en las preceptivas, ensanchándolas, vivificándolas» desde un talento creador insólito:

«Los elementos del poliedro Ulises, de la estrella con vida propia Ulises, hablan, cantan, sueñan, silban, se pintan, padecen, huyen y se detienen en seco, sacando chispas del adoquinado de Dublín, sin pararse a pensar hasta qué punto su conducta desborda a la literatura y a las normas en uso»[40]

Nótese cómo la referencia geométrica apunta al texto que figuraría en 1969 como pórtico de la novela del 53. Nótese que la novela del 53 desbordaba las normas al uso, y adviértase, por último, que el desenfreno ardiente de deseos oscuros anida por igual en la novela del 53 y en el monólogo final de la obra maestra de Joyce.

El segundo nombre es Faulkner, en quien Cela aprendió cómo la memoria —individual y familiar— puede nutrir, absorber, devorar la novela, y, al mismo tiempo, buscó en la personalidad del gran novelista norteamericano su propio espejo como escritor. Ello le llevó a escribir en agosto de 1962, en Papeles de Son Armadans, con motivo de la muerte de Faulkner, un espléndido perfil en el que destacaba: «su humildad, su obsesiva y valerosa renunciación y su aguda y definitiva habitación en el meollo mismo de su independencia»[41].

En la estética y la poética de Joyce y en la ética estética de Faulkner, Cela aprendió los quehaceres y las responsabilidades de un novelista, que como él estaba dispuesto a desnudar su fondo sentimental, venero, como en Baroja, de su mundo narrativo todo.

Mrs. Caldwell se ofrecía en 1953 con algunos de los atributos de la novela poemática que Gonzalo Sobejano habría de caracterizar más de treinta años después[42]: texto cercano al poema, lámpara más que espejo, mito más que historia, espacio íntimo y exploración de las fronteras entre lo perceptible y lo culto, entre otros rasgos que comparte con la caracterización de Sobejano. Novela poemática que se adentraba en el laberinto interior, en los oscuros abismos de la protagonista.

«La lluvia cae pertinaz sobre los cristales, Eliacim» [14bis], le escribe la madre a su hijo, que se va a marchar: «Yo me quedaré al lado de la chimenea, mirando para la butaca que no has querido ocupar» [14bis]. No sólo mirando, sino escribiendo desde la penumbra de una soledad ardiente de deseo un entrerroto poema amoroso que se encauza mediante una extraordinaria novela lírica.

Barcelona, enero de 2003