II

Desde el conjunto de la oceánica obra de Cela la novela no resulta ni extravagante ni tan desconcertante como dictaminó la mayoría de la crítica. Cierto que el tema de presentar la pasión incestuosa de una madre que, tras morir su único hijo, decide escribir una extraña correspondencia, equivalente a realizar una abismática confesión, por la que discurre su soledad, su amargura, sus deseos y su desolado pesimismo vital, podía parecer una anomalía en el universo de un novelista que había parido el Pascual y La Colmena, pero eso era tan sólo apariencia, porque, en el fondo, la querencia creadora de Mrs. Caldwell tiene la misma matriz, que Cela expresó con rotundidad en «La cabeza, la geometría y el corazón»:

«La cabeza del hombre es muy confusa y amarga; está llena de teclas misteriosas y de ignorados ecos, y de registros de cadencioso o desesperado sonar que no acaba de entenderse nunca: ni en la paz ni en la guerra, ni en el orgasmo ni en la renuncia, ni en la clemencia, ni en la cautelosa delación»[14].

Como he escrito en otros lugares, Cela forjó su andadura narrativa entre el ideario barojiano y el pensamiento de Ortega. Desdeñoso de los recetarios establecidos y cabal experimentador, procuró novelar las verdades íntimas de la fluencia vital humana, que es a menudo torrencial y desbocada, y que el novelista ordena —la nostalgia de la geometría— y digiere con sus cuatro estómagos:

«La novela —escribe Cela en 1943— precisa de una verdad entrañable, de una verdad de cuerpo entero, de una verdad muy digerida por su autor. El novelista debiera tener cuatro estómagos, como los bueyes: panza, bonete, libro y cuajar. Con un sistema así estaría siempre rumiando esa verdad y la novela saldría mejor, más acabada. Con cuatro estómagos no hay quien se atreva a hacer equilibrios»[15].

En este sentido, Cela parece acercarse a una reflexión que Unamuno expone colateralmente en el importante «Prólogo» a Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), donde sostiene que Balzac —paradigma del gran novelista— no sólo tomaba notas de lo que veía y oía, sino que «llevaba el mundo dentro de sí»[16]. Con el mundo dentro de sí, con la idea de novela atesorada en el alma y en el cuerpo, Cela ha abordado un género literario proteico, cuyo denominador común es el contar y en el que se permiten todo tipo de extravagancias y de libertades, según Baroja dejó dicho en diversos lugares.

La ventana del escritor, su corazón, se abre sobre cualquier paisaje (tan sólo en el dominio de la novela y desde Pascual Duarte a Mrs. Caldwell, son bien distintos) y vuelca su memoria sobre un ancho panorama que tiene diversos caminos que, a veces, «están erizados de zarzas que nos hieren y nos desgarran las carnes»[17]. Mirando desde la ventana, mirando desde el corazón, el escritor se confiesa, purga su adentro. Y así Pascual es la acción desde la confesión, Pabellón de reposo es la inacción desde la confesión, Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes es el palimpsesto desde la confesión, La colmena es la mediocridad, la vulgaridad, lo gris y lo tibio, de una sociedad y de una ciudad desde la crónica untada de confesión, y Mrs. Caldwell es un doloroso esfuerzo poético desde la confesión. Son diversas digestiones del novelista y son también facetas diferentes de la misma verdad íntima.

El profesor Gonzalo Sobejano con su habitual templanza y sagacidad ha indicado, primero en 1990, después en 1992 y lo ha recordado en 1997, que ante las once novelas publicadas por Cela cabían tres modelos en lo que atañe a discurso del relato[18]. Cuatro corresponden al modelo de confesión («un personaje refiere su vida o expresa su estado de ánimo a otro u otros»: son las novelas de la década de los cuarenta más Mrs. Caldwell. Tres adoptan el modelo de crónica («panorama narrativo-descriptivo de una colectividad»): son La colmena, La Catira y Tobogán de hambrientos. Tres ilustran el modelo de letanía («dentro del marco de una confesión individual se configura una más o menos vasta crónica colectiva a través de la cual la voz confesional demanda misericordia para el hablante y para ese mundo colectivo —inmisericorde— que él mismo habita, contempla y va haciendo aparecer a través de su soliloquio»): son San Camilo, 1936, Oficio de tinieblas 5, Mazurca para dos muertos y Cristo versus Arizona. Estando fundamentalmente de acuerdo con el profesor Sobejano, quiero subrayar que la arquitectura narrativa de Cela está edificada desde el andamio de la confesión y, especialmente, de su fuente, la memoria. La memoria enfurecida nutre las páginas de San Camilo, 1936; no es otro el alimento de las mónadas, o lo que es uno, o la identificación de uno mismo, de Oficio de tinieblas 5; «elegía memorial» es Mazurca para dos muertos, donde se apela desde lo histórico y lo intrahistórico, desde lo cotidiano y lo mítico a la memoria.

Por su parte Madera de boj pertenece a un modelo de novelas que Cela ha practicado con mano maestra en diversos momentos de su dilatada trayectoria. Madera de boj —como San Camilo, 1936, Oficio de tinieblas 5 o Mazurca para dos muertos— es una letanía que un narrador recita desde el alimento de la memoria, configurando al mismo tiempo la crónica de una tierra, que en este caso es la de la Costa da Morte, la Fisterra, volcada hacia un mar que «viene siempre, zas, zás, zas, zás, zas, zás, desde el principio hasta el fin del mundo y sus miserias», mugiendo «como un buey amargo, igual que un escuadrón de bueyes roncos y amargos, quizá fuera mejor decir que la mar muge como un coro de cien vacas pariendo»[19]. Letanía que configura una crónica de un ejambre de vidas acariciadas a cada paso por la muerte, y que es radicalmente —como dice el narrador, tras señalar que la vida no tiene argumento— «la purga del corazón y del sentimiento», situándose en la estela del lema inicial de Oficio de tinieblas 5: «naturalmente, esto no es una novela, sino la purga de mi corazón». Novela en la que, por cierto, otro de los paratextos iniciales certificaba —tomándolo prestado de la unamuniana Cómo se hace una novela— que «la literatura no es más que muerte».

La memoria es una potencia del alma que anuda toda la obra de Cela. Y la memoria se materializa en dos dimensiones: la duración y la novela. En el primer caso, Cela ha aceptado plenamente la reflexión de Bergson según la cual, el yo no es más que la condensación de la historia que hemos vivido, el presente del yo está conformado por la continua co-presencia del pasado. El gran filósofo francés escribió en L’evolution créatrice (1907):

«Que sommes-nous, en effet, qu’est-ce que notre caractère, sinon la condensation de l’histoire que nous avons vécue depuis notre naissance, avant notre naissance même, puisque nous apportons avec nous des dispositions prénatales? Sans doute nous ne pensons qu’avec une petite partie de notre passé; mais c’est avec notre passé tout entier, y compris notre courbure d’âme originelle, que nous désirons, voulons, agissons. Notre passé se manifeste donc intégralement à nous par sa poussée et sous forme de tendance, quoiqu’une faible part seulement en devienne représentation»[20].

Cela, como otros grandes novelistas del siglo XX (Marcel Proust y William Faulkner), ha conformado su obra narrativa desde la convicción —a la que se refieren sus prólogos a los dos tomos de memorias, La rosa y Memorias, entendimientos y voluntades, y algún apunte aislado como «La herramienta de la memoria» (17-V-1992)[21]— de que con la memoria se convive o se malvive porque es una de las estructuras fundacionales del yo, y así —tal reza un cuento de 1950 recogido en Baraja de invenciones (1953)— la memoria es la fuente del dolor y la experiencia del vivir su poso.

La confesión es el andamio que sostiene la novela del 53. Confesión dolorosa, amarga, asfixiante y, a la vez, liberadora, dulce, febril, delirante; siempre amasada desde la memoria, que se ofrece montada a caballo de las imágenes, como si en el subsuelo de esta potencia del alma anidase el símbolo y el mito, o las condesaciones repentinas en imágenes de los fragmentos de significación, al margen de la centralidad de la razón, que otra cosa no son las sucesivas cartas en las que la madre habla con su hijo. Por ello José Ángel Valente con porfiada y lacónica lucidez nota «la melancólica luz poética que rodea como un halo a la protagonista de Mrs. Caldwell habla con su hijo»[22].

Concebida como medicina del espíritu la novela del 53 emparenta también con el universo literario de Cela en un doble aspecto. Mrs. Caldwell es la memoria fragmentaria y delirante de su protagonista, y, a la vez, su examen de conciencia, que desemboca en el Real Hospital de Lunáticos, desde donde redacta las cuatro últimas cartas. Memoria que fluye con cadencias torrenciales —a veces, a trancas y barrancas— pero nunca de modo ponderado, rítmico y civil, según anota Cela en «La cabeza, la geometría y el corazón». Fluencia natural es, en cambio, la que tiene el agua que inunda el hábitat de soledad donde quedan encerrados el corazón y la cabeza de Mrs. Caldwell. Significativamente Cela cierra el luminoso texto «La cabeza, la geometría y el corazón» con las mismas palabras de la última carta de la novela. En la carta de la protagonista leemos cómo esa agua de fluencia natural la atenaza y la ahoga (dejemos a un lado la referencia al naufragio de Eliacim):

«No puedo con el agua que cae del techo, amor mío, que mana de las paredes, que brota del suelo, que fluye de los muebles, y de las ropas de la cama, y de los objetos que tengo colocados sobre el tocador, con un cierto buen orden.

El agua es algo que me atenaza, algo que me ahoga, algo que quisiera apartar de mí, amor mío, algo que quisiera también haber apartado de ti cuando todavía era tiempo…»[23]

Mientras en el texto del novelista se explicitan dos cuestiones que dan sentido al final de la novela. Se trata de una novela sobre el corazón humano, plagado de recovecos misteriosos y amargos, que, una vez se ha vaciado en palabras camino de la muerte, observa cómo un agua cautelosa y serena, antítesis del agua torrencial y desbocada de su cabeza, ya enloquecida por completo, anega su vida, más bien la había anegado siempre, incapaz de alumbrar sus deseos más ardientes que, en vida de su único hijo, quedaron siempre en penumbra. Por ello Cela une en el principio y el final de su texto preliminar el sentido de la novela:

«La cabeza del hombre es como un dédalo de mil venas de agua —torrenciales y desbocadas, a veces; atascadas y lentas y a trancas y barrancas, las otras, pero jamás cautelosas y serenas, fluyentes a lo natural y de buena e inteligente doma: ponderadas, rítmicas y civiles […]

El corazón del hombre es como un laberinto de mil venas de licor: la miel, la hiel, la mierda y también la sangre que brota a borbotones por el ojal del hierro. Los ahogados se mueren con toda la sangre dentro (los ahogados en el mar Egeo, los ahogados en el canal Imperial). Y los ahorcados. Y los asfixiados. Y los envenenados. Y los hambrientos. Y los locos que, en el Real Hospital de Lunáticos, de Londres, ven cómo el agua mana (ahora sí cautelosa y serena, fluyente a lo natural, ponderada, rítmica, civil) del techo, de las paredes, del suelo, de los muebles, de las ropas de la cama, de los objetos colocados sobre la cómoda incluso con un cierto buen orden.»[24].

En tanto que novela confesional, amasada en la memoria de la protagonista, Mrs. Caldwell es un desolado esfuerzo de descarnada sinceridad, y en este sentido resulta tan aleccionadora la novela del 53 como las que la preceden inmediatamente, y, sobre todo, como el verdadero libro de memorias —crónica verdadera— del novelista, La rosa, donde escribe:

«Los libros de memorias, si acres y desabridos, son también aleccionadores y morales, a veces incluso con sobrada crueldad. Los libros de memorias han de ser —suelen ser— un tratado de consciente humildad, un compendio de desnuda, de descarnada sinceridad. De nada vale vestir con el brillante oropel que todo quiere taparlo, el mondo y lirondo montoncillo de huesos del recuerdo. La memoria sirve al examen de conciencia, al recuento de los buenos pasos y de las malas pasadas»[25].

Decía más arriba que Mrs. Caldwell emparentaba con el universo literario de Cela en un doble aspecto. Es novela de confesión, de memoria, de dolor, de insatisfacción y de radical sinceridad. Atributos que la acercan al Pascual, no sólo en el sentido que ha explicado con destreza el maestro Sobejano:

«En el entrerroto poema de amor de Mrs. Caldwell habla con su hijo se leen sin disimulo, pero con delicadeza, los recónditos caracteres de un mito incestuoso, contrapuesto al odio recíproco entre Pascual y su sórdida madre, como si Cela hubiese querido en una y otra novela sublimar en ficción un conflicto humano siempre envuelto en la penumbra donde la razón deposita cuanto estorba a sus ordenaciones lúcidas: el amor de Mrs. Caldwell a su único hijo, Eliacim, desde la soledad, la vejez y la muerte, es un testimonio fantaseador del instinto de maternidad posesiva, tan fanático como el aborrecimiento de Pascual hacia la mujer que no le hizo ningún favor echándole al mundo.»[26]

Sino también porque Cela cumple en la novela del 53 con una recomendación de su mejor maestro, Pío Baroja, que ya había seguido en la novela del 42. En el capitulillo «Psicología de los tipos literarios» del «Prólogo casi doctrinal sobre la novela» que el novelista vasco antepuso a La nave de los locos (1925), en abierta discrepancia con las formulaciones de Ortega, Baroja sostenía que el escritor que tiene fuerza para ser en literatura un gran psicólogo debe hundirse en la ciénaga de la patología:

«Ese pantano que no tiene gran cosa que ver con la ridícula perversidad, casi siempre industrial, de los escritores eróticos, está indudablemente habitado por monstruos extraños y sugestivos. El cazador de monstruos debe ir ahí»[27].

Cela en Mrs. Caldwell marchará por ahí, buena prueba de ello es que la novela sirviera de motivo para una reunión de la Real Academia de Medicina de Barcelona (27 de abril de 1976) en la que participó el novelista gallego, y en la que el doctor Josep Ma Cañadell veía en la protagonista un arquetipo de las mujeres, que alrededor de los cincuenta años —en la edad del climaterio— «reaccionan como si se les escapara el último tren, a menudo se sienten insatisfechas dentro de una vida matrimonial normal, derivan a las fases regresivas del impulso sexual, o bien la situación conflictiva creada por la imaginación, las vivencias, el deseo y la realidad les lleva al borde de la neurosis y el delirio»[28]. Cela, que contestó la intervención del médico catalán, mantuvo un singular —singular, pero afecto a su visión del mundo y de la vida— elogio y defensa de «mi llorada amiga Mrs. Caldwell»:

«El doctor Cañadell la adjetivó de romántica, cachonda y algo majareta. Pienso que todas las mujeres lo son, por fortuna y en mayor o menor grado, y de mí puedo decirles que, cuando una mujer no se me muestra con esas tres virtudes —el romanticismo, la cachondería y un punto de chifladura— bien a la vista, la dejo pasar de largo. Los gallegos, en nuestra humildad, las preferimos tal como Cañadell dibuja a Mrs. Caldwell, quizá porque —por egoísmo tanto como por respeto a la mujer— no propendemos a confundirla con la hembra doméstica, ese prodigio de malos humores y de acumuladas inutilidades, que además —y para mayor inri e ignominia— suele ser fea»[29].

Al margen de lo impertinente del tono, lo que el novelista gallego dice bien a las claras es que en la novela del 53 forjó un personaje femenino que escapaba de la rutina y de la inutilidad que desgraciadamente asfixiaba a las mujeres comunes; fraguó una patología femenina, alimentada desde la más dolorosa y desolada intimidad. Patología femenina que armoniza con su pesimismo antropológico, expresado en numerosos textos de esos años, como en el soberbio ensayo «La galera de la literatura» (Ínsula, marzo, 1951):

«No hay más, absolutamente nada más, que negra vileza, amarillo dolor, verde veneno.

La vida no es buena; el hombre tampoco lo es. Quizás fuera más cómodo pensar lo contrario. La vida, a veces, presenta fugaces y luminosas ráfagas de simpatía, de sosiego e incluso también, ¿por qué no?, de amor. El hombre, en ocasiones, se nos muestra cordial y casi inteligente. Pero no nos engañemos. No se trata más que de una máscara, que del antifaz, que del engañador disfraz que la vida y el hombre se colocan para que no nos sintamos demasiado infinitamente desgraciados y huérfanos; tampoco inmensamente dichosos en nuestra desgracia y orfandad. Esa careta que, sonriente, se nos presenta, no es otra cosa que el más cruel de los simulacros, aquel que ayer nos engañó, que hoy nos engaña, que mañana seguirá engañándonos también sin remisión, sin escape posible, sin vuelta de hoja»[30].

Mrs. Caldwell no era una novela extravagante, ni un pasatiempo, no era un error; era el acercamiento de un novelista vigoroso y con voluntad de originalidad a la penumbra solitaria de una mujer que en sus lúcidos extravíos dice, escribe, un fascinante poema de amor. Como a Pascual el joven maestro gallego le concedió la palabra y la escritura, mientras lo estrujaba contra su corazón para oírla respirar.