Cuando el ganado vuelve, escapando de las nieves que ya empiezan a cubrir los campos y a hacer difíciles los pastizales, y se trae desde lejos, desde muy lejos, por la montaña abajo, la leche y la carne, en el pabellón de reposo los enfermos siguen echados en sus chaise-longues, mirando para el cielo, tapados con sus mantas, de las que en este tiempo no se atreven a sacar los brazos, pensando en su enfermedad.
Son los primeros días de noviembre, y ya las cigarras han dejado de cantar entre los cardos. Por más que entornemos los ojos ya no podemos figurarnos que son los mismos cardos los que cantan, frotando unas con otras sus silvestres y ásperas florecitas, aún ayer azules y amarillas.
Los árboles que nacen —¡cómo fijó el verano nuestra idea!— de una manera inverosímil, encima de una piedra, ya no guardan en sus raíces, que quedan al aire, aquellas gruesas hormigas de cabeza roja, que no son simpáticas como las otras, las que son todas negras, bullidoras y brillantes, y que se han escondido, Dios sabrá dónde, para pasar los meses de invierno.
El pájaro negro del tejado ya no levanta el vuelo cada mañana, y las crías que ya han crecido y emigrado ya no arman, bajo las tejas, su diaria y jolgoriosa algarabía.
La nieve todo lo cubre y entre la nieve quizás un solitario va desgranando, como un rosario, aquellos versos:
Yo pienso en campos de nieve
y en pinos de otras montañas.
Y tú, Señor, por quien todos
vemos y que ves las almas,
dinos si todos, un día,
hemos de verte la cara.
El mundo, impasible a la congoja, sigue dando vueltas por el espacio obediente a las complicadas leyes de la mecánica celeste.
Las Navas del Marqués (Ávila), 1943