Mi viejo y querido amigo:
No se preocupe por esos rumores de quiebra del Banco C. Probablemente nada hay de cierto en ello, y aunque lo hubiera… ¿Qué es un Banco que se hunde, amigo mío, comparado al espectáculo insólito de tantos miles y miles de cuerpos que a diario humillan la cabeza para no levantarla jamás?
No; no está usted en lo cierto. Toda esa dicha ficticia que usted se ha creado para vivir y en la que yo —para mi desgracia— he creído antes de la trasmisión de poderes, cuando era, como usted es ahora, gerente de la B.E.L.S.A., nada importa, hágame caso, para conseguir o perder ese don inaprehensible que se llama la salud.
Usted la tiene —que Dios se la conserve—, y por eso habla inconscientemente de esas livianas preocupaciones, que ni lo son siquiera. Yo, que la he perdido…
Mi salud marcha mal, amigo mío, muy mal: pero soy tan feliz…
Un apretón de manos de B.
Mi viejo y querido amigo:
He descubierto, en un bello libro que me dejó un compañero de Sanatorio, un mundo ilimitado de poesía que desconocía. Me he estremecido al leer los versos de algún poeta, y he pensado que quizá la salud no sea tan importante como creemos, cuando fuera de ella pueden encontrarse insospechadas sensaciones, veladas para la mayor parte de los sanos.
No le deseo verse en mi trance; pero, de otra parte, ¡se me antoja usted tan desdichado, sin un solo minuto al día para dejar de preocuparse por la marcha de las cotizaciones!
El día que tenga usted un breve descanso, un domingo, por ejemplo, prométame que ha de leer a Fray Luis.
Yo, leyéndolo, he vibrado como ante un primer amor, como hacía —¿cuántos años ya, Dios mío?— un mundo de tiempo que no quería suceder.
Un apretón de manos de B.
Mi viejo y querido amigo:
A lo que me dice usted de la pertinaz insistencia de la señorita Fifí no sé qué responderle. Mi corazón es blando y entrañable, bien es cierto; pero ¿y el de ella? Dele las razones que más pudieran satisfacerle —un cheque por valor de la mitad de lo que pida— pero, por lo que más quiera, que no venga. ¡Soy tan vagamente feliz con el recobrado cariño de mi santa mujer!
He alquilado un chalet para la niña y para ella en el inmediato pueblecito, y ¡si viese usted la alegría que siento cuando vienen a verme, ella a diario y la niña los miércoles!
Mi vida está exhausta, pero no me quejo.
Un apretón de manos de B.
Mi viejo y querido amigo:
Acaban de marcharse —ya es casi de noche— mi mujer y mi hija. Se van las dos a caballo, muy abrigadas, por el sendero nevado. Mi mujer viste traje de amazona, y la niña —que ya está hecha una mujercita—, pantalón de montar. Las veo alejarse desde mi cama, a través de la terraza, durante un largo rato, y entonces me invaden unas ganas de llorar que nunca sé cómo soy capaz de contenerlas.
Daría la mitad de lo que tengo por poder besar a mi hija. Pero mis labios manchan, amigo mío, y mi hija vale mucho más que la mitad de mi fortuna.
Son muy buenas viniendo a verme; mucho mejores conmigo de lo que yo fui con ellas cuando ignoraba lo que las dos valían y me cegaban unos ojos hermosos, pero incapaces de ternura.
La niña quiere venir a verme a diario. Tengo que ser fuerte y prohibírselo. Está en una peligrosa edad y este ambiente…
Un abrazo de B.
Mi viejo y querido amigo:
Esto se acaba. Lo noto implacablemente dentro de mi ser; se acaba sin remisión posible.
Ruéguele por Dios a la señorita Fifí que abandone la carga, que suspenda su ofensiva. No puedo ni defenderme.
A veces parece que me resigno a mi suerte, que no temo a la idea de desaparecer; pero otras veces hay en que me resisto a creer lo evidente y en que me aferró al cariño de mi santa mujer y de mi pobrecita niña como a un clavo ardiendo para no sumergirme entre las olas de la desesperación. ¡Si viera usted, mi querido amigo, lo hermosas que las dos están con la caritativa y forzada alegría que me presentan!
—No es nada lo que tienes —me dicen—; pronto estarás bueno.
¡Pobres santas mujeres a las que obligué a esperar hasta tan a última hora para romper el hielo que ahogaba mi cariño!
Un abrazo muy fuerte de su amigo B.
Mi querido amigo:
Ayer, cuando acabé de escribirle, tuve una nueva hemoptisis. Me encuentro decaído y lo que es peor, desesperanzado.
Insisto, amigo mío, en que estoy dando las boqueadas. Dulcemente, eso sí, sin dolor alguno.
Me invaden una paz interior y un dulce bienestar, que se me antojan los más funestos presagios.
El desenlace de la farsa de mi vida se aproxima. Dios ha querido que lo que empezó en vodevil acabe en tragedia. Más vale así.
He hecho testamento y le he nombrado albacea. Mime usted a mi mujer y a mi hija como si fuesen suyas. Después de tantos años de amistad es lo único que le pido a usted.
Un abrazo muy fuerte de B.
Mi querido amigo:
Quizá fuera preferible que viniera usted. Pocos días ya puedo entretenerle. Quizá fuera preferible, porque no quiero que mi mujer y mi hija asistan solas a lo que se avecina.
He vuelto a confesar. Conviene ver las cosas con objetividad. ¿Se acuerda usted de cuando, aún no hace un año, le repetía la misma frase casi a diario? Pues bien: sigue siendo cierta.
Un abrazo de B.
Mi querido amigo:
Gracias, muchas gracias, por su promesa de no abandonar ni un solo instante a mi mujer ni a mi hija. Era lo único que me faltaba para redondear mi felicidad de hoy.
Me encuentro muy bien, demasiado bien para mi estado. Quizás esto quiera decir que no paso de esta noche…
Si es así, que Dios os bendiga por lo bueno que habéis sido conmigo.
Esta pluma con la que escribo quiero que sea para usted. Con ella gané mucho dinero; pero usted no olvide que con ella también he escrito las únicas palabras sinceras de mi vida.
Un abrazo de B.
La carretilla marchaba por el sendero, entre los pinos, en el que se reflejaba la luna, impasible y fría como la imagen misma de la muerte. La empujaba el jardinero, el pelirrojo jardinero que canta en voz baja cuando poda los geranios o los rosales.
Cuando marcha cuesta arriba dice «¡hooop!», y la carretilla, con su rueda de hierro que salta sobre los guijarros, responde con el agudo chirrido del eje sin engrasar, que después se pierde, rebotando de piedra en piedra, monte arriba. Cuando va por el liso camino del regato, donde los helechos y el culantrillo asoman su verdor y donde el dulce musgo y el blanco pan de lobo buscan la húmeda corteza de los robles para vivir, el jardinero, como embriagado por aquella paz, entona con su media voz de siempre su amoroso y pensativo cantar.
La carretilla es de hierro, de una sola rueda. Estuvo en tiempos pintada de verde, de un verde del color brillante de la esmeralda, pero ahora está ya vieja, ya apagada, ya mustia y sin color. ¡Para lo que la usan!
Cruzado sobre la carretilla, saliendo por los lados, el ataúd parece, entre las sombras de la noche, un viejo tronco de encina derribado por el rayo.
Dentro, un hombre muerto.