Si hay tres amigos que sobre mi ánimo puedan tener influencia alguna, uno de ellos, ciertamente, es W. L., teniente de navío de una escuadra no española y hoy batiéndose por la mar abajo, y compañero mío de colegio hace ya muchos años, cuando los dos éramos felices y soñábamos juntos con el mar, que a los dos —a uno detrás del otro— se nos negó.

De mi amigo hacía años que nada sabía. Concretamente, sus últimas noticias las tuve, y no directamente, unos días antes de comenzar nuestra guerra. Mi tía abuela Katherine Trulock me escribió una carta, de la cual, en su pintoresco castellano, son las palabras que he buscado, y encontrado, para decíroslas.

«Tu joven amigo Mr. W. L. ha venido a hacerme una visita. Almirantazgo lo ha destino a Singapoore. Habla con amor del tiempo que pasó en Cambridge con ti. Teme guerra en tu bello y soleado país y admira sangre española. Es más pálido y delgado que antes y va con catarro de tos.»

La carta de mi tía estaba en el fondo del cajón de un armario, al lado de una fotografía de mi padre a sus veinte años nietzscheanos y de unas cartas de la mulata portuguesa Doloriñas, mi primera novia, aquella con la que tuve que romper porque no aguantaba su irritante amor casi maternal.

Un escalofrío me recorrió el espinazo cuando leí las palabras que se referían a mi amigo. El pobre W. L. era un santo puro, rubio y deportista como una walkiria, que todavía se acordaba de mí.

El castellano de mi tía Katherine era el castellano más entrañable, más conmovedor que jamás haya leído.

«Tu joven amigo… Almirantazgo lo ha destino… Habla con amor… Tu bello y soleado país… Es más pálido y delgado… Va con catarro de tos…»

No me faltaron ganas de llorar. No pude hacerlo, porque todas las cosas tienen su mecánica y la mecánica del llanto, para mi desgracia, ya se había enmohecido en mí.

Sobre mi mesa de escribir, un sobre alargado con mi nombre, mi dirección, un sello verde, varios matasellos negros y las huellas en papel de goma de dos censuras que nada tacharon. Dentro, una breve carta en dos idiomas. La versión castellana dice así:

Mi querido C. J. C.

Hace muchos años que nada sé de ti. Cuando nos separamos, cosa que nunca debimos haber hecho, y nos marchamos, tú a tu bello país y yo a mi Escuela Naval, ninguno de los dos sabíamos para cuándo el destino tenía preparado nuestro nuevo encuentro.

A veces llegué a pensar que jamás volveríamos a vernos, que nunca más volveríamos a hablar, y una profunda pena me sobrecogía el ánimo en aquellos instantes. Cuando fui destinado a Singapoore, antes de la guerra, y no pude hacer escala en La Coruña, me asaltó esa duda; cuando, hace pocas semanas, fui hundido por mis enemigos, los pequeños y valerosos japoneses, tuve un recuerdo para ti en los que yo creía ver mis últimos momentos.

Ahora, aquí me tienes, tranquilo y triste, en la finca de mis padres, en el Devonshire, curado ya de mis heridas, pero convaleciente todavía —¿por cuánto tiempo, Dios mío?— de una afección a los pulmones, que el trópico se encargó de encender y las diez horas de mar que aguanté agarrado a un barril, se entretuvieron en hacer más profunda.

Tu tía K. T. ha venido a visitarme. Forma parte de la misma Liga Pro Infancia que mi madre, lo que ha servido para hacerle más grata su breve estancia. Me habló con cariño de ti, y me enseñó una fotografía tuya, de militar, recién acabada vuestra guerra, con las insignias de tu arma en la solapa y las condecoraciones que te dio el Gobierno, colocadas sobre tu pecho. He mandado hacer una reproducción y la he puesto en un marco, apoyada en unos libros, sobre mi mesa de escribir. La miro con frecuencia, y el mirarla me atrae a la memoria lejanos recuerdos de tiempos ya pasados y más felices. Eres de los hombres que menos han cambiado con los años. Tu figura es la misma, con quince o dieciséis años más, y tu mirada, idéntica al mirar preocupado que ponías en clase cuando míster Wolwood te preguntaba, clavándote sus ojillos grises por encima de las gafas:

—A ver, Mr. Cela: Las guerras púnicas.

¿Te acuerdas?

A mí, en cambio, el calendario y la enfermedad me han echado sobre el cuerpo un triste ademán y unas precoces arrugas que no me corresponden, y dudo que fuera reconocido por ti si nos cruzásemos por la calle o nos sentásemos en el bar en dos banquetas contiguas.

Pero, en fin, ¡qué le vamos a hacer! Después de todo, quien así ha dispuesto las cosas es Dios y a su designio debemos doblegarnos. Para que me reconozcas, si algún día nos viéramos, cosa que de no suceder me mataría de tristeza, te envío copia de mi última foto, sobre la cubierta del destructor.

Cuando me dijo tu tía que eras novelista, y me enseñó tu primer libro, tuve una gran alegría, porque recordé aquellos ya lejanos primeros escarceos literarios tuyos en Cambridge, cuando componías versos al mar, a los conquistadores de América y a la hija del Director.

Después me dio a leer lo que ya ha aparecido de Pabellón de reposo, y una duda tremenda me asaltó: ¿Por qué la publicas? ¿A qué es debida esa cruel obstinación? De ella deberías hacer una edición prohibida para los tuberculosos; una tirada que, como el tabaco y las mujeres, no tuviera acceso ni cabida en los ambientes sanatoriales. ¿Has reparado en el daño que puede hacernos a quienes, para nuestra desgracia, coincidimos en el doble papel de lectores y posibles protagonistas?

Yo creo que el médico que a ti se ha dirigido pidiéndote que ceses en su publicación está en lo cierto. Piensa en ello. No quiero coaccionarte. No quiero que nuestra amistad pueda influir lo más mínimo en tu decisión. Quien se dirige a ti no es el amigo; es simplemente el tuberculoso. ¿Por qué no dejas de publicarla?

Perdóname mi intromisión. No quiero leer lo que he escrito, porque es posible que esta carta corriera el riesgo de no llegar jamás a su destino, de ser arrojada al cesto de los papeles.

Si algún día quiere Dios que cese la guerra en el mundo y la destrucción de mis pulmones, te prometo hacerte una visita.

Si no… Si no, te precederé camino del otro mundo, y mi recuerdo quedará tan sólo en tus oraciones.

De una o de la otra forma, siempre te querrá tu antiguo amigo:

W. L.»

Si perplejo me hube de quedar con la carta del médico, calcúlese a qué grado llegaría mi pasmo ante la del amigo. Y digo «pasmo», ya que jamás creí —ni siquiera recién recibida la primera carta— que, efectivamente, mi novela pudiera causar a mis lectores tuberculosos un perjuicio real.

Estoy autorizado a exigir de todos que crean que es verdad lo que digo: si estuviera convencido —que todavía no lo estoy— de que el efecto de mis páginas fuera malévolo, hubiera puesto punto final inmediatamente.

No lo estoy, sin embargo, y pienso que mi novela, lejos de producir un efecto deprimente, pudiera —de saberse leer con agudeza— hacer vibrar las cuerdas optimistas del lector, ya que los tipos presentados —los tuberculosos lo saben mejor que nadie— son, a más de entes ficticios, representantes de una manera de ser de hombre-tuberculoso o mujer-tuberculosa, de la que, como primera medida en quienes busquen la curación, habrá que escapar como del fuego.

No lo sé a ciencia cierta; pero me imagino que no se ha dado a mis pobres personajes el sentido de que he querido rodearlos.

A mi amigo le he contestado por carta, exponiéndole una serie de motivos que no he de ser yo —que lo haga él, si quiere— quien haya de hacerlos públicos.

Para tranquilidad de los demás… pienso acabar mi novela, llevarla hasta el final. Si en ello yerro, que Dios me perdone.

Volvamos al hilo de la narración.


Si tuviese una larga vida por delante y menos ruindad dentro del cuerpo de la que Dios me dio, fletaría un yate para recorrer en eternas singladuras todos los puntos donde él tocó con su mirada de niño ensimismado, como un día tocó dentro de mi corazón.

Fue el único hombre que me llamó Felisa dulcemente, y el único marino que a una mujer requirió en matrimonio desde una fragata que se llamaba Delfín.


Me siento sin fuerzas para nada. Ni para coger la pluma siquiera.

Si muero sin continuar mi relato…


Cruzado sobre la carretilla, saliendo por los lados, el ataúd parece, entre las sombras de la noche, un viejo tronco de encina derribado por el rayo.