Amada mía de mi corazón:
Esto no hay quien lo levante. Estoy abatido y temo rendirme inexorablemente de un momento a otro.
La vida es bella al tiempo que cruel. Más bella cuanto más difícil y fatigosa. Me paro a contemplarla en mis azules venas transparentes y la veo marchar veloz, vertiginosa, hierática e impasible como una sacerdotisa destinada al sacrificio. Los hombres que andan por la ciudad, que van y vienen a sus negocios, que se suben a los automóviles y se sientan en las cervecerías, los hombres a quienes ves a diario por las calles, ¿qué saben de esto?
El recuerdo de los días, ya lejanos, en los que te besaba con espanto, en los que estaba asustado de que tanto cariño pudiese caber dentro de mi corazón, hermético como una flor, es ya tan irreal que ni lloro al mirarlo.
El primer día, ¿te acuerdas?, fue al pie de aquel viejo manzano de casa de tus padres, que tenía el añoso dulce tronco recubierto de musgo. Estuvimos un largo rato sin hablar, con las manos enlazadas y la imaginación volando como un pájaro sobre el alto muro poblado por la yedra.
No sé lo que daría —¡mi vida, vale tan poco!— por haberme muerto en aquel instante como un esteta, sin descomponer la figura, y haber volado hasta Dios, llevado por los aires, sentado sobre la hierba como un alma…
Tú estabas traspasada por la emoción —¡eras tan joven!— y veías venir el beso por el aire, dulcemente posado sobre las flores y sobre los sonidos, como un ave ligera, hasta pararse tímido sobre tu misma boca.
No quiero disgustarte.
Te adoro de tal forma, de modo tan sobrenatural, que me duele el corazón, que es ya de transparente y finísima lágrima.
Nadie sabe —¡es desesperante!— lo que es el amor sin remisión, el amor que duele en nuestro lacerado cuerpo como una quemadura, el amor que ha olvidado la apacible espera y que se revuelve, contra ti, mi dulce pequeña, que te marchas de mí porque te quedas al tiempo mismo de estar yo ya con un pie en el estribo para el tránsito.
Es amargo el saber que ya, pase lo que pase, sólo a los dos nos resta la solución violenta del milagro, que Dios retrasa ya hasta límites insospechados. ¿Para cuándo, Dios mío, guardas tu benevolencia? ¿Para cuándo tu caridad?
Cuando pienso que el mundo está parado como un muerto y que el cielo refleja en sus honduras el claro misterio de la complicada y alborotada mecánica celeste, me invade una desazón que me atosiga y que me atormenta como un telúreo terror infantil.
Dios mío, siempre Dios mío, pienso por qué no me hiciste liviana nubecilla de estío, que vive unos minutos tan sólo, o ingrávida libélula voladora, que hace tremolar al viento su aérea vestidura de gasa y de velocidad, o reptil que duerme al sol sobre el ruinoso muro que alguna vez fue espléndido en su apogeo y hoy es majestuoso en su desgracia, o hierba venenosa, ortiga o cardo que hiere al ser acariciado, o… Dios mío, ¿por qué ancestral pecado que hoy me toca purgar me hicisteis hombre?
Las filosofías de un cuerpo enfermo, mi querida pequeña, no son sino las tristes piedras, primeras piedras, del edificio sin horizontes de la muerte.
La proximidad al fin me da una lucidez que jamás tuve. No puedo ni moverme, y, sin embargo…, ¡me gustaría tanto que te decidieras!
¿Tú crees en una cerrada oposición de tus padres?
¿Será que te quiero menos? No quiero ni pensarlo.
¿Será entonces, que temo perderme para siempre y perderte, también para siempre, como una vieja moneda en medio del campo?
En medio de la tristeza que me agobia, hay instantes en los que se dibuja en mis labios una leve sonrisa. Ahora, por ejemplo, cuando me imagino el ridículo aspecto de nuestra boda in articulo mortis. Tuyo, C.
Amada mía de mi corazón:
Hoy he fumado dos cigarrillos. Los fumé a escondidas, como un colegial temeroso de ser descubierto. Me han producido una alegría infinita, porque al tiempo de saber que me mataba, instante hubo en los que llegué a creerme sano. Me causaron una violenta tos, que me arrastró la sangre de nuevo, y no sentí, como otras veces, la satisfacción del tabaco. Sin embargo, es tan hermoso volcarse sobre un deseo, tan dulce imaginarse de nuevo entre los vivos, que no dudé ni un solo instante en intentar la prueba. El reglamento del Sanatorio amenaza con la expulsión al desobediente, y fumar está prohibido. No creo que nadie se entere, y aunque se enteraran, ¿cómo me iban a expulsar ahora que tan breves momentos me faltan ya para rendir mi tributo a la diosa tuberculosis? Y aunque me expulsen…
Existe Dios, amada mía, pero no está de nuestra parte. ¿Podremos seguir teniendo confianza?
Estoy cansado de todo menos de vivir. Y de tu amor, que es tan lejano que ya ni me cansa.
El campo está cubierto por la nieve, como mi espíritu; totalmente oculto bajo una espesa capa de nieve que lo agobia. Los pájaros se han reunido en bandadas y acuden piando a nuestros balcones, detrás de la vida, ingenuamente ignorantes de que la muerte es lo único que podemos ofrecerles. Les echo desde la cama dulces migas de pan, que devoran con avidez y que me agradecen con divertidos y cariñosos saltitos en los hierros de la terraza al respaldo de la chaise-longue y al borde del lavabo. Son tímidos como aldeanas casaderas y graciosos como plumas echadas al viento. ¿Dónde dormirán los pobres gorriones, aislados por el invierno? Los árboles muestran al inclemente cielo su trágica y fatal desnudez, y las aves les huyen, sólo un instante posadas en su vuelo, como a siniestros espantapájaros. Debajo del alero de nuestro tejado, debajo del voladizo de nuestras terrazas, a cortos pasos de las vidas que se van, al tiempo mismo del frescor de sus almas, Dios ha dispuesto el lugar de la invernada de sus aves, a las que no abandona. ¡Triste punto que ignoran en su significado y al que acuden huyendo de la tierra ya helada, que en su blanca cáscara invernal fuera aún menos desabrida, más acogedora que nuestra compañía!
Mi alma, mi pequeña querida de mi corazón, es un ventisquero al que sólo calienta tu lejano recuerdo. El calendario que tengo ante mis ojos se ha parado en el último día del verano. Cuento el pasar de los días de la semana y he olvidado, después de hacer tremendos esfuerzos por conseguirlo, el transitar de las fechas, eslabones de la cadena que me tira de los pies para sumirme en el despeñadero sin fondo del olvido y de la muerte.
Me encuentro mal, cada vez peor. La disnea ha vuelto a invadirme y no me deja descansar ni un solo instante. Sobre mis pómulos las dos placas rosa —marca de fábrica, símbolo o marchamo de lo que ya no se puede ocultar— aparecen señoras, bien dibujadas, altaneras, sobre la palidez mortal de mis mejillas.
Cuanto más muerto, amada mía de mi corazón, más dentro de mi alma se encuentra tu cariño, que ahonda, como un matinal pájaro en el cielo, por la hueca región donde el amor y la muerte son —¡todavía!— capaces de convivir.
En lo más recóndito y escondido de mi alma, pobre amada mía, triste cariño de mi corazón, aún me queda una leve esperanza —¡Dios mío, qué leve!—, que estrujo contra mi pecho para que por el poco tiempo que fuera, siga alimentándola tu recuerdo.
Si ella muriese antes…
Sigo dando vueltas en mi mente a la idea —¿irrealizable?, prefiero no creerlo— de nuestra boda. ¡Tan poco ibas a tener que aguantarme! Tuyo, C.
Amada mía de mi corazón:
Hoy se ha levantado el día pesado, gris y bochornoso. Pesado como una vida lastrada de temores y de padecimientos, de un gris oscuro y denso, como una hoja de espada enmohecida, y bochornoso como una conciencia culpable a la hora de la verdad.
Es un día realmente extraño; parece como si se aproximara la tormenta en el cielo y en mi pobre y aplanado corazón.
Hoy veo las cosas con mayor pesimismo, con menos aplomo y serenidad. Me encuentro cada vez peor, veo más próximo el fatal desenlace, y… como tengo menos tiempo para quererte, te quiero con una violencia inusitada, como jamás nadie pensó que podría llegar a quererse.
Si Dios nos dijese lo que habíamos de durar…
Hoy estoy como raro. Veo las cosas más negras y con mayor fijeza, pero pienso que más vale que esto sea así.
Te encuentro despegada en tus últimas cartas.
Si la muerte no hubiera arrojado la pluma lejos de la huesuda mano del 11, esta carta hubiera sido, probablemente, mucho más larga.
Pero las cosas suceden como está escrito y no como nosotros quisiéramos que sucedieran, y el enamorado epistolario de nuestro amigo hemos de darlo truncado como quedó.
Por servir en todo a la verdad, ya que no por cosa otra alguna, copiamos la breve carta de la novia, que recibió cuando ya, afortunadamente, había muerto.
Decía así:
Querido amigo:
Es inútil esa reiterada insistencia. De forma bien clara te lo he dado a entender. No tengo por qué uncirme a un carro ardiendo ni por qué embarcarme en un buque que hace agua.
Si algún día te quise, olvídalo. Te saluda, A.»
La carta fue devuelta a su autora. Llegó tarde. No hay duda alguna que Dios dispone las cosas sabiamente.
La carretilla es de hierro, de una sola rueda. Estuvo en tiempos pintada de verde, de un verde del color brillante de la esmeralda, pero ahora está ya vieja, ya apagada, ya mustia y sin color. ¡Para lo que la usan!