CAPÍTULO IV

Cuando miro para el cielo, de noche, y no encuentro la luna hermosa de hace algunos meses, una angustia sin límites se apodera de todo mi ser.

Las nubes, pesadas, bajas, grises, como moribundos caballos de batalla, han ocultado tras de su espesor a la alta luna nueva, que parece un suspiro, a la lejana luna llena que sonríe, a la meditativa y ensimismada luna en cuarto menguante, que se agarra con desesperación a los tenues quejidos que pasan a su alrededor, para no caer al otro lado del horizonte.

La luna, helada, arropada por ese aire sucio de las nubes… El silencio es el mismo y el aburrimiento… ¡Ah, el aburrimiento es espantoso!

El 40 de mis pañuelos, de mis combinaciones, de mis blusas, de mis medias, es ahora de un rojo desvaído, casi rosa; parece como si hubiera pasado por una grave enfermedad, como si la estuviera pasando todavía, como si hubiera perdido sangre, mucha sangre y no consiguiera recuperarla.

Me preocupa ver su palidez. Preferiría que los marcasen de nuevo —tengo que advertírselo a la doncella—, que de nuevo volvieran a presentar su carita colorada y optimista. Preferiría volvérmelos de nuevo a encontrar —un cuatro y un cero— uno al lado del otro, haciéndose eterna compañía, perennemente posados como dos enamoradas mariposas, sobre el embozo de la sábana, sobre la funda de la almohada, al lado mismo de la cabeza.

Cuando ahora cierro los ojos, ya el número danza más pausadamente dentro de mis párpados, como una tenue aurora boreal, vagamente informe, armoniosa y espectacular. Por más que aprieto y aprieto con ahínco, por más que hago inauditos esfuerzos para alejar de mi pensamiento esa obsesión, ella sigue perennemente, desesperadamente, agarrada a mi sueño.

Dios mío, ¿qué significa este cambio?

El muchacho del 14 ya no me quiere. La timidez es tan mala consejera como la enfermedad y como la solitaria contemplación de la próxima muerte, y el pobre 14 es tímido, está enfermo y asiste, solitario, al tremendo espectáculo de verse morir, día a día, sin remisión posible.

Si tuviera todavía menos pudor del poco que la Naturaleza me ha querido dar, hubiera intentado besarle. Aunque tuviera que forcejear cruelmente con él, aunque tuviera que abusar de la fuerza, aunque acabaran de destrozárseme los pulmones y el más cauteloso sentido del alma.

Me duele la cabeza sólo de pensar en mi infamia.

El muchacho del 14 es un imaginativo. Sus ojos son ahora más encendidos que nunca, su sonrisa más amarga, su nariz más afilada y su tez más pálida. Parece un joven poeta del romanticismo, enamorado, triunfador y suicida, al borde mismo de los veinticinco años.

Rompamos el hielo moral que nos encubre.

Es espantoso lo que voy a decir: la cuestión es ir tirando.

¿Por qué no voy a poder mirar al hombre aún sin curtir, aún sin enmascarar, aún no herido y baqueteado por la vida? No; no renunciemos a nada; aprovechemos el instante ahora que, probablemente, ya por instantes tendremos que contar.


El muchacho del 14 es un Apolo tuberculoso y pudibundo.

Los hombres y las mujeres no nos entendemos ni nos entenderemos jamás.


Me he mirado al espejo esta mañana al levantarme. Tengo la tez ajada. La pintura tapa el reflejo de la pálida muerte en mis mejillas. ¡Ah, si la señorita del 37 se pintara, si fuera más cobarde, más ruin, si olvidara su agobiadora idea de sacrificio ante la sola posibilidad de caer en los brazos del 52!

Quisiera tener una fuerza hercúlea, desusada, sobrenatural, para poder romper a solas con mi desesperación esta angustia que me consume y que me hace padecer. No soy vieja; soy simplemente enferma, lo que es mucho peor. Pero tengo una voluntad de bronce —¿se me estará quebrando, Dios mío?— que me ayuda a sacudir el lastre que me impide caminar aunq…


La palabra que la señorita del 40 dejó sin terminar debió haber sido, probablemente, la palabra «aunque».

Es sintomático que el desvanecimiento la llegara a coger tan de sorpresa, tan desprevenida, tan enfrascada en sus divagaciones sobre la fuerza y sobre la voluntad. Dios esconde tremendas paradojas a la vuelta de cualquier minuto tan manso, por afuera, como el más beatífico de los que haya habido.

La señorita del 40 olvidó la razón durante su vahído y ya no la volvió a encontrar jamás.

Desde entonces no pudo la enfermera apartarse de su lado ni un solo momento.

Los cuadernos que tan minuciosamente había llenado con su picuda caligrafía de colegio de monjas fueron escondidos por orden del médico, y todos los objetos que pudieran traerle el recuerdo de aquellos papeles fueron colocados lejos de sus alcances.

La señorita del 40, sin raíces, navegó a la deriva. El desenlace no se hizo esperar demasiado —Dios es misericordioso—; pero hasta que llegó fueron sus días un sucederse de suplicios sin fin.

La enfermera estuvo cariñosa con ella. Los tuberculosos habían llegado a aburrirle; pero los locos… ¡Ah, los locos son a veces una acompañadora realidad!


—¿Usted tiene marido?

—No, señorita, soy soltera.

—¡Ah, ya! Soltera.

El panorama de la alcoba cualquiera imaginación puede forjarlo.

—¿Y no tiene usted ninguna hermana casada?

—Sí, señorita, una.

—¿Cómo se llama?

—Hortensia.

—¡Ah, qué pena, qué pena de flor casada! ¿Cómo se llama su marido?

—Pedro.

—¡Qué duro, qué duro, qué duro!

La señorita del 40 se echó a llorar sin desconsuelo.

—¡Pobre flor, pobre flor, pobre flor!


Pasaron algunos días. El sol siguió saliendo cada mañana, tímido a veces, asustado del invierno, siguió poniéndose cada tarde, vencido por la brisa; las horas pasaron lentas, unas detrás de las otras, por riguroso turno…

La enfermera seguía sentada en la butaca de mimbre, al lado mismo de la impaciente señorita del 40, al borde de sus últimos instantes…

—¿Quiere que le cuente una graciosa historia?

—¿De amor?

—Sí, de un amor sin sentido, como de loca, que tuvo hace tres años una amiga mía por… ¿por quién tuvo ese amor?… ¡Ah, sí! Por Isidoro, un gendarme francés que conoció en Hendaya. ¿Quiere que se lo cuente? Es muy graciosa: hay personajes de bellos nombres, senadores cornudos y mariposas que se ahogan en los ríos. La heroína se llamaba como yo, nació en el mismo pueblo, tenía la misma edad. Cualquiera podría confundirnos: la estatura, el color del pelo, sus maneras, hasta el tibio olor de su aliento o de sus vestidos… ¡Ah! Pero la pobre murió hace ya algún tiempo, un día que, de repente, se le llenó la boca de sangre. Era muy amiga mía. Llevaba en aquel momento un traje de organdí azul celeste…

La señorita del 40 se desmayó sobre la almohada. Al lado mismo de su cabeza, el numerito, pálido como ella, parecía el precio de una muerta puesta a vender sobre la anaquelería de un siniestro bazar.

Estaba bella como nunca.

Las mujeres, cuanto más alejadas, cuanto más imposibles, más hermosas nos parecen.

Una mujer con los pulmones y la cabeza destrozados…


—¿De qué estaba hablando?

—De aquella amiga suya que se enamoró de Isidoro, ¿no recuerda?

—¡Ah, sí! ¿Sabe cómo acabaron aquellos amores? En la playa, una noche en la que el mar rugía tanto que no me dejó gritar. ¡Pero era tan hermoso! Llegué a quererlo tanto… ¿De qué se ríe?


—Verá. Un poeta amigo de mi abuela, Francis Jammes, escribió una vez una oración para que los niños no murieran jamás. Si Francis Jammes hubiera encontrado eco, a mí me gustaría haber tenido un niño…

Ese niño pequeño, Dios mío,

guardadlo como guardáis una hoja en el viento.

¿No es realmente hermoso?

Dios mío, que sois todo bondad, Vos no ponéis la muerte azul en las mejillas rosa.

Vos no rompéis la risa por la mueca ni cambiáis la ceguera por la luz. ¿Es esto cierto?


—¡Ah! Pero yo os aseguro, mi fiel Elisa, mi fiel amiga que tenéis un nombre dulce como los lagos en otoño o como la tibia sangre recién derramada, que querer a un hombre, que quererlo con frenesí, sin ritmo alguno, alocadamente, desacompasadamente, es un placer como no podéis ni figuraros. Imaginaos un hombre: es fuerte como un toro, grácil como un joven gamo, vistoso como un leopardo. ¿Hay nada más hermoso?

La señorita del 40 jugaba, entre sonriente y semiazorada, con la pera de la luz colgada de las blancas barras de la cabecera de su cama. La acariciaba dulce y soñadora, un si es no es añorante de una dicha pretérita y confusa, como la felicidad que se tuvo un solo instante, hace ya tiempo, cogida tan sólo por los cabellos.

—¿Hay nada más hermoso? ¿No lo sabéis? ¡Qué ingenua sois, amiga, con vuestra sonrisa triste de enfermera! Vais a pensar que estoy loca, pero ¡bah!, no me importa. Más hermoso que el hombre fuerte, grácil y vistoso; más hermoso que verlo caminar y que oírle hablar es poseerlo… Dulce, cautelosamente, con miedo de que entre nuestros brazos se rompa su bravura, ese silencio que recubre su espíritu como un ungüento…


Extracto débil de saúco blanco 50 gr.
Tintura de Crataegus oyacantha 100 gr.
Extr. fluido Passiflora incar. 100 gr.
Agua 50 c.c.
Glicerina 250 c.c.
Jarabe simple Q. S. para un l.
Dos cucharadas antes de cada comida.

La receta quedó olvidada sobre la mesa de noche de la señorita del 40.

—No es eso, no es eso lo que yo necesito. Algo más de estética, mucha más estética…

La enfermera entró de puntillas, cautelosamente.

—Creí que dormía usted.

—No; estoy despierta, despierta del todo. ¿Para quién es esa medicina?

—Para usted. Es un calmante. La ayudará a dormir.

—No; de eso saben ustedes poco. Usted y el médico… El médico ¿es casado?

—No.

—Y ¿duerme bien?

—Sí; muy bien.

—Claro. ¡Estos hombres! Y usted, ¿también duerme bien?

—También.

—De modo que usted…

—¿Yo?

—¡Huy, huy! Su habitación, ¿está muy lejos de la del médico?


—Usted, señorita, tiene la lejana idea de que en algún tiempo llevaba unas notas, o un diario, o algo parecido. Yo le aseguro que eso debió haber sido hace ya mucho tiempo; antes de que usted ingresara en este Centro. De todos modos, no veo inconveniente en que siga redactando sus páginas. Probablemente lo hará usted con gracia, con soltura.

—Usted cree, doctor…

—Sí; es usted una mujer muy culta, de una fértil imaginación.

—¿Quiere usted acercarme ese frasco y esa cuchara?

—¿Ahora?

—Sí, ahora.


Sí, efectivamente; ahora recuerdo que hace ya tiempo, mucho tiempo, antes probablemente de ingresar en este Centro, llevaba yo una especie de «cuaderno de bitácora» de este difícil navegar mío.

Yo tengo una voluntad de bronce —¿se me estará quebrando, Dios mío?—, que me ayuda a sacudir el lastre que me impide caminar, aunque la fatiga me invada y el desaliento me desazone. Es difícil andar y andar, como sin rumbo, girando eternamente en redondo, como una peonza maldita, condenada al mareo para toda la eternidad.

Mi juventud quedó en aquel salón (alguna vez lo escribí, estoy segura), y aquella noche entré en la tierra ignorada. ¿Por qué escribo esto? ¿Será que la voy a abandonar?


—¡Qué mala estás, pobre 40, pálida 40!

Tu vida ya no es vida, ni tu mirar, mirada. Me lo dice el espejo bien claro, bien tristemente…

El neumo, fracasado.

Bien; ¿pero qué es la dicha? ¡Bah! Puede decirlo quien lo sepa; los que lo ignoramos…

Me quisiera infundir a mí misma fuerza y conformidad. Yo tengo una voluntad de bronce. Yo tengo una voluntad de bronce. Yo tengo una voluntad de bronce. Yo tengo una voluntad…


Cuando va por el liso camino del regato, donde los helechos y el culantrillo asoman su verdor por las orillas, y en donde el dulce musgo y el blanco pan de lobo buscan la húmeda corteza de los robles para vivir, el jardinero, como embriagado por aquella paz, entona con su media voz de siempre su amoroso y pensativo cantar.