Hace ya tiempo que no me viene a ver. Ya no me quiere con aquel cariño condescendiente y contemplativo que le trajo el verano, con una ilusión casi de colegial, y el otoño le robó con el frío desengaño de quien de repente y para siempre ha perdido el candor.
Yo estoy triste y no me intereso ya por sus amables clásicos.
Ya no me coge las manos a solas.
Ya no volvemos la fotografía de cara a la pared.
¡Dios mío! ¡Dios santo! ¿Por qué hacéis tan tristes estos últimos momentos míos?
Sus manos largas y elegantes, sus blancas manos, que al accionar parecían como gráciles avutardas a punto de posarse sobre el suelo, estarán a estas horas comidas por la fiebre que las devora. ¡Pobres hermosas manos, nacidas para acariciar tersas frentes, y acabadas en manojo de huesos, con el amor marchito y muerto tan sólo a flor de piel!
Ya no se abalanza sobre mí, ni ya me besa.
No tengo fuerzas ni ganas de hacer la más mínima resistencia.
Mi amigo del 52 está callado. Ya no me dice que soy una romántica y una soñadora. Él, sin embargo, con su palidez de cera y su sensible corazón…
Hace ya tiempo, mucho tiempo, que no viene a visitarme, que permanece atado, como yo permanezco, a la galera torturante de la cama de ruedas.
La caparazón de cultura que se obstinaron en colgarle como lastre, a él, que hubiera podido nacer para poeta, para intentar ahogarle su corazón de oro, se ha roto ya hace tiempo, cuando la enfermedad hizo trizas sus preocupaciones pasajeras. Hoy ya no piensa más que en una sola cosa.
¿Seguirá escribiendo, con idéntico afán, aquellas cuartillas que no quería enseñarme y que tanto me hubiera gustado leer?
El frío se ha echado sobre nosotros y en la galería… ¡Ay, quién pudiera reposar en la galería, bien abrigada en su chaise-longue, con sólo la cabeza fuera de la manta, y el apacible pensamiento volando ingrávido ante nuestros ojos!
El viento sopla incansablemente en los entornados cristales, y ya las moscas se han refugiado, huyendo del mal tiempo, en sus misteriosas e inaccesibles guaridas invernales.
Dicen que el tiempo es sano para los enfermos del pecho. Quizás sea verdad. Una mosca no hace verano, bien cierto es; pero de mí me es doloroso reconocer que voy de mal en peor, que son ya pocos los instantes en que los negros nubarrones de mi horizonte se abren para que pase un tibio rayito de esperanza.
Sigo pensando que las cosas son, casi siempre, mucho más fáciles de como nos las figuramos. Yo quisiera resistir a la muerte, vivir, aunque fuera dolorosamente, toda una eternidad; no pensar ni un instante que alguien pudiera decir al ver mi cadáver:
—¡Ah, si hubiera resistido un poco, si se hubiera negado! ¡Si hubiera dicho: no, no, todavía no!
Hoy no he tenido —¡no lo diga demasiado pronto, Dios mío!— ningún golpe de sangre. Estoy en una quietud absoluta y parece ser que el hervor de mis pulmones se ha ido apaciguando. La fiebre, sin embargo, sigue alta —mañana, 38,5; mediodía, 38,2; tarde, 37,7—, alta, y lo que parece peor, invertida; como altas siguen las pulsaciones y las respiraciones y la velocidad de sedimentación, que se ha abonado ya a las altas cifras y no hay forma humana de hacerla bajar hasta los escasos números de la salud.
Lo único que desciende, y desciende sin parar, es el peso, que ahora sí que no hay ya quien lo detenga.
¿Para qué me ha servido la Monaldi que tanto me dolió y que tantas estériles horas me tuvo sujeta al aspirador, al «gasógeno», como le llama irónicamente el dulce 52?
Tuvieron que puncionarme en la misma pantalla de rayos, sentada sobre la mesa de neumos. Me pincharon dos veces; la segunda, cuando encontraron la cavidad, creí morir; una sensación como de fuego me invadió el pecho, y un caudaloso sudor casi frío se desprendió de todo mi cuerpo. Hay instantes en los que una piensa que más valdría, ciertamente, hacerse a un lado del camino y dejar paso franco a la muerte, que nos abrazaría con suavidad y cariño.
¿Para qué ha servido esta plastia, que me ha deformado el cuerpo y va camino de torcerme el espíritu?
¡Ah, si yo hubiera tenido a quien preguntar: ¿qué hago?, ¿me opero?, ¿no me opero?; si yo hubiera tenido a quien pedir un poco de cariño, un poco nada más del mucho cariño que necesito!
Mi boca ya no puede besar. Es como un nido de víboras traicioneras que muerden la tibia mano gordezuela del niño que en su inocencia intentó acariciarlas.
¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me habéis maldecido? ¿Por qué me señalasteis? ¿Por qué…?
52, amigo mío, hoy más que nunca…
Mi ánimo ha caído en abismos tan sin fondo, que no hay quien lo levante. Me fallan las fuerzas definitivamente.
¡Cómo me compadece —y con qué razón más triste y más certera— el buen muchacho del 52!
Ahora ya no lo veo, ya no diviso los bellos brillos de sus ojos castaños, ya no escucho su voz tan tristemente armoniosa… Ahora ya no me queda ni el consuelo de dormir al arrullo de las cigarras, que ya han muerto, que ya no cantan entre los cardos; de los grillos, que ya se han escondido —¡para todo el invierno!— dentro de su agujero; del pájaro, que ya no pasa como pasaba, rebosante de salud y de alegría, casi rozando el tejado.
Ya no me hace efecto el fanodormo. Padezco un insomnio atroz, un cruel desvelo que me fatiga y que me desazona.
A veces logro pegar ojo un breve instante, que aprovecha mi imaginación para poblarme de fantasmas que me espantan y que me hacen desear la fatigosa vela.
Me paso el día entero en la cama, pero el sol, por más que se lo pido, ya no dibuja alegres sombras en el techo y en las paredes.
El libro de poesías que me prestó el 52 ya no me gusta. Es más triste que mi propia tristeza, mi misma manera de ser. Aquellos amores no correspondidos, aquellos hermosos proyectos que el tiempo se encargara de enfriar, y después de echar por tierra, ¡quién pudiera volverlos a añorar!
Mi pobre álbum de fotografías…
Voy a rezar; voy a pedir a Dios que me dé unas gotas de resignación, que ahuyente mis negros pensamientos.
¡Qué alegría me dio el 52 llamándome por teléfono! Estuvimos hablando un largo rato; ahora —por más vicisitudes que pasemos—, ni él ni yo podemos salir de nuestras camas.
En sus palabras adivinaba como un deje —sincerísimo, ciertamente— de compasión que me sobrecoge y me acobarda. ¡Es tan bello, pero tan triste, inspirar lástima!
A la señorita del 40, mi ya vieja amiga, no le vuelve la juventud a la faz, que sigue apareciendo, cada mañana, inefablemente cansada.
Sigue siendo guapa, sigue pintándose y sigue sin abandonarle la tos terrible que trajo de la ciudad. ¡Pobre!
Mi amigo el 52 —¡qué loco!— se ha levantado sólo para venir a verme. Se echó una bata sobre los hombros, una bella y elegante bata de hombre de mundo, se calzó sus zapatillas y apareció en mi habitación.
Ha estado tan cariñoso conmigo como siempre. Se sentó a los pies de mi cama, como hacía ya tiempo que no sucedía, y me ha estado contando extrañas y divertidas hazañas de trasgos sentimentales, de brujas alquimistas y de curiosos y juguetones duendecillos. Lo he pasado muy bien con sus irreales historias y he sentido cómo mi espíritu descansaba.
Estuvo en mi alcoba, por lo menos, dos horas o dos horas y media. Sigue teniendo todo el aire hermoso y decidido del tipo alto y como soñador de la costa del Norte. Está quizás algo desnutrido, un poco más delgado que la última vez que lo vi.
Cuando se le acabaron las últimas andanzas de sus espíritus, se me quedó mirando fijamente unos instantes.
Era ya más cómodo tutearnos.
—¿Qué ves en mí? ¿Por qué me miras con esos ojos?
—¡Mi pequeña amiga! ¿Qué ves en los ojos que, al mirarte, descansan como la fiel abeja sobre la flor?
—¡Ah, querido mío! ¡Eres un poeta, un tímido poeta!…
—¿Enamorado?
—Sí; ¿por qué no?
Quedamos un corto instante callados, con nuestros ojos reclinándose en dulzura los de uno sobre los del otro. Teníamos las manos enlazadas, y una sensación como primaveral —¡de qué triste primavera, Dios mío!— volaba, ingrávida, sobre los muebles de la habitación.
Me costó un gran trabajo romper el tibio cristal de nuestro silencio.
—¿Sabes lo que he pensado hace ya tiempo?
—¿Qué?
—Pues que la felicidad es más fácil de conseguir de lo que parece.
—¿Y tú has sido feliz alguna vez?
—No; jamás. Pero no desconfío en serlo todavía.
No podría explicar lo que entre los dos sucedió. Fue un instante de bienaventuranza, breve, brevísimo, pero que sólo él compensó todo mi largo esperar.
Estuvimos callados, llorando.
—… Sólo que, a veces, el poseerla nos entristece; nos advierte: «¡Qué feliz eres, aprovecha el instante!» Y una, preocupada por ese instante, desaprovecha la felicidad, que se va también mucho más fácilmente de lo que nos creyéramos cuando la teníamos al alcance de la mano.
Mi amigo el 52 me besó cariñosamente en la mejilla.
—¡Pobre mi pequeña y lánguida muchacha!
Mi camisón rasgado es una reliquia de un valor incalculable para mí. Lo he escondido en el armario, dulcemente doblado…
Hoy no me he pesado. ¿Para qué? Nada me importa ya estar fea ni delgada. Mi imaginación no puede apartarse del recuerdo de la tarde de ayer. Era lo único que me faltaba para morir feliz…
La señorita del 40 sigue reposando en su otra vez solitaria chaise-longue, al lado de la mía, ya abandonada, ya vacía y sola desde que no dejo la cama ni un solo instante.
Ha venido a visitarme, a interesarse por mi estado de ánimo…
—Tú me perdonarás. ¡Estuve tan triste ayer, todo el día sola!…
La tos la seguía atormentando, pertinaz e incansable; a mí me preocupaba no poder consolarla diciéndole una vez más:
—Ya verás cómo este aire tan puro pronto te quitará la tos.
¡Llevaba ya tanto tiempo respirando el aire puro que no la curaba!
Ella ya no sonreía, como entonces, su tímida protesta; ya no hablaba de su confianza, que quiso ser ciega y el tiempo se encargó de irla minando poco a poco, para derribarla después; ya no se acordaba para nada de la codeína; ya no aseguraba su confianza en la salvación y en el regreso a la ciudad, al bar, al music-hall, otra vez a los amigos, a los cigarrillos…
Me he acordado de repente del pobre muchacho del 14, que murió la víspera de un luminoso domingo, hace ya algún tiempo.
Tenía los ojos azules y hermosamente tristes.
¿Por qué será que el recuerdo de lo de anteayer, que no consigo ni quiero apartar de mi cabeza, me trae siempre la triste añoranza del 14, de la mano misma de la bella y esperanzadora realidad del 52?
¡Pobre muchacho!
A estas horas estará ya en la Gloria, donde no se sufre, donde todos los sueños no conseguidos en esta vida llegan a alcanzar realidad. Es la ilusión que tengo en este momento: pensar que alguna vez podré volver a verlo.
Una duda me asalta. ¿Podré volver a verlo? ¿Será la Gloria un éxtasis, una contemplación, como creemos los cristianos? ¿Será una ampliación de los tremendos placeres de la tierra, como suponen los mahometanos? ¿Será un hacerse Nada y encontrar en la negación la ansiada felicidad, como piensan los indios?
Aquellos versos suyos que me dedicó, y que empezaban hablando del color de mi pelo y de la palidez de mis mejillas, ¿los entenderán los espíritus elegidos?
No puedo borrar hoy de mi recuerdo la idea de su cadáver, olvidadamente encerrado en su ataúd. ¿Por qué, Dios mío, por qué se enterrará tan cruelmente a los muertos?
Hoy me encuentro peor.
Al 52 le espanta pensar en la muerte.
—Yo quisiera —me dijo en cierta ocasión— creer en la transmigración de las almas; creer que la memoria, el entendimiento y la voluntad son eternos e indestructibles; creer que perennemente guardariamos memoria de todo lo sucedido. La posición de Aristóteles pudiera ser un punto de partida, ¿no te parece?
No tuve más remedio que responderle que no entendía una sola palabra de esos problemas.
El recuerdo del 14, que yo le sugerí, le espanta y le saca de sus casillas.
—No hablemos de eso. ¿Para qué? ¿Por qué obstinarnos en levantar muertos si todavía somos capaces…?
—¿De qué?
—De guardar bellas y rasgadas reliquias de seda…
—¿Quién te lo dijo?
—Los diez años de edad que te llevo, muchacha, que para algo me habían de servir.
¿Qué le habrá pasado al 52? ¿Será un cínico?
A veces, las mujeres nos damos poca cuenta del mucho mal que hacemos con nuestra ligereza al enjuiciar.
El 52 tenía posiblemente razón. ¿Por qué obstinarnos?
Me sigo encontrando floja y abatida.
Volvió de nuevo el 52, pálido, demudado. No hay en todo el orbe hombre más hermoso.
Hasta hercúleo me pareció cuando vi su torso desnudo.
He tenido tres fuertes hemoptisis. ¡Aún tengo sangre!
Nada me importa ya morir; nada absolutamente.
La empujaba el jardinero, el pelirrojo jardinero, que canta en voz baja cuando poda los geranios o los rosales…