Me abruma el pensamiento de no volverte a ver, viejo rincón,
viejo rincón…
viejo rincón…
que tienes un eco en mi pecho, en mi pecho cada vez más vacío, que resuena ya como un hueco ataúd,
como un hueco ataúd…
como un hueco ataúd…
No pasan diez minutos sin que mi sangre infiel tiña de rojo el fondo de agua roja de la brillante escupidera. Y cada gota de sangre que ceden mis pulmones es un instante de vida que se escapa.
de vida que se escapa…
de vida que se escapa…
Me voy a volver loco de tristeza al verme claudicar sin ni siquiera fuerzas para asirme al tiempo que se ríe de mi espanto.
Sobre la mesa de noche tengo el Kempis. Tú eres la verdadera paz del corazón. Tú el único descanso. Fuera de Ti todo es desasosiego e inquietud. En esta paz eterna… en Ti, sumo y eterno bien…, dormiré… y descansaré…
dormiré y descansaré…
dormiré y descansaré…
Amén.
El médico me dice que lo de ayer fue un ligero vahído sin importancia. Más vale así. Pasé por momentos de verdadero apuro. Creí morir…
Hoy me encuentro mejor y más animado. No me explico cómo tuve presencia de ánimo bastante para coger la pluma y seguir escribiendo.
Aquellas ideas luminosas y optimistas que antes poblaban mi imaginación como alegres geniecillos parecen haberse aburrido de acompañarme. Ahora veo gris y cauteloso el horizonte, como un frío mar sin vida y sin ilusión.
La señorita del 37 ya no sueña con sus mirlos pensativos y arrastra una agonía inmerecida y cruel. Un penado gracioso y encantador arrastrando una férrea, oxidada y maldita cadena de mil eslabones.
El tiempo se ha parado definitivamente sobre nosotros, y el aire ya no corre más jovial a unas horas que a otras. Estos últimos saltos del reloj, ¿por qué, Dios Santo; por cuál cruel designio os esforzáis en hacerlos tan rigurosa y tristemente iguales?
Vivir así es muy poco vivir; pero, de otra parte, morir también así, sin haber vivido lo bastante alegremente para encontrar la muerte natural, es tan desalentador…
No paro ni un instante de echar sangre. Me dicen que son extraños los casos de muerte por hemoptisis. Es posible; pero me obstino en dudarlo, en no creerlo por lo menos a ojos cerrados. La muerte la veo cerca y ya me voy familiarizando con la idea. Después de todo, ¿para qué desear vivir eternamente, cuando la vida tan pocos goces nos ha proporcionado?
Estoy fatigado y con pocas ganas de escribir. Quiero, sin embargo, cumplir lo que me prometí e ir dejando, cuartilla tras cuartilla, estos últimos y atormentadores tiempos míos.
Siento como un descanso ir dejando marchar la pluma, sin prisa alguna, sobre las blancas hojas del bloc e ir contando poco a poco esas vagas impresiones que la agonía marca en mi cerebro.
No llamarme pesimista si alguna vez me leéis; pensad tan sólo que es inaudito, que es casi inexplicable, no rebelarse contra la triste y oscura muerte en la cama de un Sanatorio, no alzarse iracundo y enfurecido contra esta muerte ruin y miserable que se esconde para atacarnos, que se agazapa para hacer aún más segura presa en nuestras pobres, tristes y —¡todavía!— gozosamente doloridas carnes.
Pasó ya el tiempo hermoso del ruiseñor; los días tibios y casi alegres de sus conciertos desde lo alto del tilo; las horas amables y beatíficas de las noches de verano.
Mala época el otoño. Las hojas de los árboles caen inexorablemente, como a una llamada, desde los tallos que endurecieron las lluvias y los vientos, y el suelo se alfombra de una espesa capa de follaje que da todos los tonos de la muerte: el amarillo de los canarios, el de los limones, el de los trigos, el ocre que es gracioso a la vista, el siena que nos hace estremecer…
Los viejos pinos, perennemente verdes, guardaron ya los alborozados brillos de julio y agosto y volvieron a vestir sus funerarias galas invernales, sus verdinegros hábitos de monje en penitencia, de triste disciplinante que macera sus carnes, aún ayer acariciadas por las galantes hadas mimadoras que arden al mismo tiempo del cigarrillo o que se espiritúan, suavísimas, al instante mismo de acercarse la breve copa de licor a los labios.
Camino del invierno, en el corazón mismo del otoño, se ven las cosas de distinta manera que en pleno verano, con sus soles verticales, sus días amplios y luminosos y sus noches tranquilas y estrelladas.
No sé; dicen que es mala fecha la primavera, al brotar las acacias, para los tuberculosos. Es posible; pero más dura y triste, más amarga y tirana se me antoja la época de estos lluviosos meses indecisos en que la muerte azota, demasiado a la vista, sobre los campos, y uno encuentra su ánimo como sobrecogido por el espanto.
La señorita del 37 ya no añora, pensativa, la ausencia de su novio, el amaestrador de silbadores mirlos, y el desconocido y negro pájaro del tejado ha levantado ya el vuelo hasta la nueva primavera, hasta el alborear —una vez más— del mundo, que sólo Dios sabe si yo todavía presenciaré.
Las golondrinas, que raudas cruzaban la alegre alambrería del telégrafo, han volado hacia el Sur, y los murciélagos que nacían noche a noche, a cada puesta de sol, se han dormido para siempre como ensimismados faquires.
La vida escapa a buscar el mismo calor que la alimenta, y los que nos quedamos con escasa vida, rodeados de los fríos y de las tristezas que ya se anuncian, temblamos al pisar la húmeda tierra, la verde carretilla, las violetas que crecen tímidas sobre las tumbas.
Habrá que mostrar resignación ante lo que sucede, si no como pensáramos, sí al menos como Dios lo ha dispuesto.
Aquellos breves dos meses que nos habíamos marcado como meta de nuestra cura se han esfumado ya en el saco tristón y rebosante de los malos recuerdos. ¡Qué le vamos a hacer!
Voy familiarizándome con la lúgubre idea de la muerte, y sólo me trastorna, de cuando en cuando, el pensamiento de no volver a ver, como hubiera deseado hacerlo, los entrañables lugares por donde alguna vez pasé.
La tristeza se apodera de mis pobres carnes y las lágrimas asoman a mis ojos al pensar que sólo con la imaginación podré ya despedirme de aquellos sitios a los que tan ardientemente amé.
—Adiós para siempre, mi viejo rincón, mi querido gallinero; adiós para siempre, oscura y hermosa piedra del acantilado, donde bate el cariñoso mar; adiós, jugosa y verde hiedra del bello cementerio; adiós, dulce y dichosa pareja de novios, gruesas y dóciles criadas de mi casa, a quienes mi pobre madre os despidió por sucias cualquier día y yo no os volví —y ¡ay! ya no os volveré— a ver jamás.
No tengo fuerzas para levantarme. No tengo ánimos para rebuscar entre mis bolsillos y volver a contemplar otra vez aquella esquela tímida y fugaz de la joven novia mía que, pobre y encantadora, murió como un pajarito en el pabellón del Norte.
Estoy abatido, profundamente abatido, y no ceso ni un instante de toser y de escupir sangre.
Esto es desesperante, Dios mío, ¿por qué no os dignáis darme un ápice de lo que a manos llenas derramáis sobre la Humanidad? ¿Por qué sois tan exigente, Dios mío? ¿Por qué no aflojáis un instante vuestra mano, que beso y que me ahoga?
¡Ah! Soy desgraciado, muy desgraciado, y sé que voy a morir —¡quién sabe si aún más pronto de lo que pienso!—; pero antes, Dios mío, antes de la blasfemia, antes de un nuevo vómito de sangre, de un nuevo golpe de tos que me reviente las sienes, ¿por qué no me enviáis un ligero soplo de aire fresco, que sirva para llenarme —aunque sea por última vez— de sonriente brisa mis ahogados pulmones?
Dios mío, santo Dios: no dejéis que desespere, no permitáis que muera como un enterrado, no consintáis que muerda mi propia lengua para evitar…
No, no sería capaz.
Prefiero morir.
La señorita del 37 ha muerto. Es espantoso.
Me dice la enfermera que parecía una figurita de marfil, con sus alabastrinas manos cruzadas sobre el regazo como en oración, y sus ojos cerrados dulcemente a la vida, como gozosos de haber vuelto a encontrar —¡al fin!— la senda de la dicha.
La infeliz muchacha era una santa, una verdadera santa, y Dios quiso llamarla para que le hiciera compañía en su infinita soledad, en su celestial aislamiento.
Ahora, desde el alto cielo, ya no llorará cuando a lo lejos divise las luces de la ciudad encenderse cada noche.
Ahora, desde el hermoso cielo, cuando vaya a acostarse ya no apretará contra su pecho, hasta caer invadida por el llanto, aquella fotografía de su novio, que tanto y tan amablemente le atosigaba y le hacía sufrir.
Ahora, desde el lejano cielo, ya no contará a nadie casi misteriosamente sus tristes cuitas, ni ya a nadie preguntará con su mejor sonrisa sobre el origen remoto de aquellos frecuentes e inquietantes esputos rojos que tanto le preocupaban; ya a nadie interrogará con sus ingenuas razones de colegiala enferma, tímidas y encantadoras como violetas recién nacidas.
—Ayer, ¿no sabe usted?, tuve tres esputos rojos grandes y cinco pequeños. ¿No cree usted que seguramente serán de la garganta?
Ahora, desde el clemente cielo, ya no tendrá que mostrarse pensativa ni hacer esfuerzos inauditos para llegar a convencerse, ella también, que aquella sangre salió, efectivamente, de la garganta.
¿Será feliz nuestra señorita del 37 en el cielo? ¿Se habrán colmado sus inconcretas ansias de dicha, esos anhelos que su soltería no permitió jamás que pudieran llegar a llamarse por un nombre?
¡Ah, qué ignorantes somos y qué poco vemos más allá del alcance de nuestra primera mirada! La señorita del 37 será, quizás, dichosa en la contemplación de Dios; pero feliz, lo que se dice realmente feliz…, ¿lo será?
En el cielo, a la señorita del 37 le faltará para ser la imagen misma de la mujer feliz el haberse sentido dichosa, por lo menos, un solo instante en este bajo mundo. Y, mientras tanto, nuestra señorita del 37 arrastrará por las gozosas zonas donde Dios se hace vista y deslumbradora presencia, su vago sentimiento de no haber poseído ni un momento esa felicidad de cuerpo entero que se encuentra una vez en algunas vidas y que huye veloz aun antes, a veces, de que nos hayamos dado cuenta.
Si esto es una blasfemia, que Dios, que está en los cielos, me la perdone.
Y el tiempo, esa cosa que nadie sabe lo que es, pasa fatalmente sobre nosotros. Ahora soy ya más viejo, estoy ya más muerto que hace sólo unos segundos, cuando escribía la «Y» con la que empieza este párrafo. Es una idea que me atosiga y me desazona como ninguna otra, una idea que siento golpear en mis pulsos, en la muñeca, en las sienes, en mi pobre y destrozado pecho que no quisiera dejar de latir ni de respirar, una idea que desplaza de mi imaginación a todas las demás, que quiere, exclusivamente, cruelmente, ser ella la única que acabe llevándome al sepulcro.
Ahora ya no albergo duda alguna de mi siniestro fin, de mi destino descorazonador, y quiero volver a Dios como las olas vuelven después de un azaroso viaje de galernas y bonanzas, de suaves brisas y violentos tifones, hasta la mansa orilla, hasta las dulces playas con muchachas pescadoras de cangrejos en su decoración y breves velas amables retozando como núbiles corderos sobre la tersa superficie ya amansada.
Dudo, dudo constantemente de que mis muchos pecados puedan ser perdonados, y, sin embargo… ¿He tenido tiempo, realmente, de ser ruin y desagradecido de verdad? A veces creo que no, y esa idea viene a consolarme de mi indecisión.
No me importa la muerte —no me importa demasiado—; pero el solo pensamiento de que este infierno que en vida he pasado fuera pálido al lado del que pudiera esperarme, hace que yo quisiera convertirme en bello trozo de cuarzo que duerme en las entrañas del monte, en silvestre arañita que habita entre la hierba de los prados, en nubecilla que dura un solo instante, en ternera que muere —ya se sabe que muere— a manos del matarife, pero a quien no espera ese espantoso e inquietante final de los infiernos inciertos.
A estas horas nacen en todo el mundo nuevos niños y niñas, nuevos hombres y mujeres de mañana. ¿Por qué, Dios mío, no los matáis en la misma cuna, antes aun de abrir su primera mirada?
¡Ah! La gaviota que flota muerta y empapada de sal sobre la bahía es aún digna de envidia por nosotros los hombres, que no sabemos, por más esfuerzos de imaginación que hagamos, adonde iremos a parar con nuestros pecados.
La carretilla marchaba por el sendero, entre los pinos, bordeando el barranco, arrimándose al arroyo en el que se reflejaba la luna, impasible y fría, como la imagen misma de la muerte…