Los datos que acabo de someter a la consideración de ustedes, señores directivos, son de todo punto fidedignos… y desconsoladores. Tanto una cosa como la otra. Resumiendo, tengo el honor de presentar a ustedes el siguiente breve cuadro estadístico:
Enfermos ingresados en el último ejercicio 66 Enfermos que continúan su curación en nuestro Centro y que proceden de ejercicios anteriores 54 Total 120 cabida, como ustedes saben, del Sanatorio. Bajas durante el último ejercicio 66 Especificadas en la forma siguiente: Por defunción 52 Por curación total 5 Por curación parcial 9
Verdaderamente, no ha sido un año feliz. Hemos observado que crece el número de desequilibrios nerviosos entre nuestros clientes. Las causas las ignoramos. Hemos observado también que casi todos aquellos clientes en quienes hemos visto esos trastornos se dedican a escribir con toda pasión sus diarios o sus memorias. Pienso que quizás haya llegado el caso de aconsejarles que abandonen la literatura. Nosotros…
El joven médico residente hizo una ligera pausa. Bebió un sorbo de agua, se pasó el pañuelo por su frente, precozmente calva, donde ligeras gotas de sudor aparecían, y continuó:
—Perdón. Nosotros —decía—, mis dos compañeros y yo, tenemos el honor de proponer a los señores de la Directiva un plan general de reforma que creemos redundaría, en primer lugar, en beneficio de nuestros clientes, y poco tiempo más tarde en provecho de los señores accionistas.
—¿Asciende a…?
—Exactamente, a 3.277.920.
—¿A tres millones y pico?
—Sí, señor: a 3.277.920. Creo que esta nueva inversión la amortizarían ustedes en un plazo no superior a ocho o diez años. En todo caso, creo que les rentaría a ustedes tanto, por lo menos, como en el más saneado negocio.
—Pues cree usted mal.
—Perdón. Ése es nuestro modesto parecer. De otra parte, me permito recordar a los señores directivos que en nuestros Estatutos se habla de una función social a realizar.
—Dejémonos ahora de eso.
—Bien. Ruego a los señores de la Directiva que estudien el proyecto que mis compañeros y yo les sometemos, sin asustarse por la envergadura de la cantidad solicitada.
—Lo estudiaremos.
En el cuarto de costura amplio, soleado, las planchadoras y las zurcidoras parlotean sin descanso.
En un rincón, una enfermera ríe descompasadamente. Estremece oír su risa estentórea, que retumba por todo el pabellón, que quién sabe si se oirá en las habitaciones de los enfermos, de los hombres que sufren con dulzura y sin desesperanza, porque una leve lucecita de ánimo alumbra todavía en el fondo de sus corazones.
La enfermera tiene la bata salpicada de sangre. Ha venido a mudarse. Su aspecto es sano y robusto; el color de su tez, sonrosado; el de sus dientes, blanquecino; el de sus ojos, castaño.
—¡Qué gracioso, Dios mío, Dios santo! Se destapó por completo para morirse; tiró la sábana al suelo y apareció en cueros vivos, bañado en sangre… ¿Sabéis lo único que tenía puesto en todo su cuerpo? No puedo casi ni hablar de risa que me da. Pues sólo los calcetines y las ligas… ¡Ja, ja, ja!
El coro de mujeres rió con la enfermera el divertido aspecto del desgraciado que murió de una hemoptisis con las ligas puestas. A alguna costurera quizás le corriese un escalofrío de remordimiento por la espalda…
—A ver, dadme una bata limpia, que tengo que ir a tomar las pulsaciones.
La cocina es complicada, espectacular. Parece la cocina de un gran hotel. Es la hora de la tranquilidad. La comida ya ha sido servida, el servicio de comedor ya se ha recogido, la vajilla ha pasado ya al lavadero, quizás ya a la cámara de desinfección, y la cocina, en perfecto orden, aparece en toda su ilustre magnificencia.
El cocinero de alto gorro blanco y abultado vientre, el mismo cocinero que —¿no se acuerdan ustedes?— padece de reuma y pasea por el sendero en las claras noches de agosto del brazo de las criadas, dormita en una silla de cepillado pino.
La pincha lee el periódico, sentada en una banqueta baja, al lado de la ventana. A la pincha le gustan las noticias del extranjero, las estupendas noticias del extranjero. Ella lee deleitosamente los terremotos de Sumatra, las corridas de toros mejicanos que acaban a tiros, las guerras del Extremo Oriente, las paradas militares de Tokio, los robos a mano armada de Chicago, las vicisitudes del último explorador de los Andes o del Amazonas.
Un aire de beatitud perfuma el ambiente. Todo es silencio; se oiría el ruido de una mosca al volar…
El cocinero cambia de postura y se despierta.
—¿Qué lees?
—Eso de ese noruego que fue al Polo Norte.
—¡Buen noruego estás tú hecha!
¿Qué pasa? ¿Por qué esa intimidad? ¡Ah! Eso es lo que nadie sabe. Ésa es la incógnita, la inexplicable incógnita.
—¿Sabes lo que te digo?
—¡Qué!
—Pues que más te valdría marcharte a la ciudad. Ya estoy harto de líos.
El cocinero suelta pausadamente las palabras como un orador.
—Y volver cuando hubieras arreglado todo. No creas que se van a tragar otra vez lo de la apendicitis.
¿Lo de la apendicitis? ¿Qué dice este hombre? Este cocinero parece que habla en cábala, que piensa en clave, no hay quien lo entienda.
—Con ese vientre que se te ha puesto…
En el hall del Sanatorio, los enfermos conversan un rato antes de acostarse. Son susceptibles y sociables, huraños y con ganas de vivir y de contarse sus vidas, pensátiles y comunicativos. Los hay hermosos y horrendos, elegantes e inelegantes, sabios y poco cultivados. El aspecto que forman es siniestramente abigarrado. Junto a la pobre virgencita tísica que llora de nostalgia, de histeria y de irrealizables y jamás concretados amores, se sienta el tiburón catarroso que la mira con insaciables ojos de fauno. Al lado del poeta que mira atentamente para el techo, juegan a las damas el masturbador de negras ojeras y cansino mirar y el agente de Bolsa de blanquecinas sienes y guantes de gamuza. Enfrente de la piadosa señorita que enfermó de virtudes, fuma su clandestino cigarrillo la casquivana incrédula y coqueta.
Un novelista tendría en aquel ambiente preciosos datos para sus libros.
Fuera, si es en invierno, la nieve extiende su blanco manto. Si es en verano, el sol dora las copas de los árboles.
Algo existe en el aire que no se puede precisar: algo que pesa sobre aquellas mujeres y sobre aquellos hombres como una gruesa losa de granito. Las cabezas aparecen ligeramente inclinadas como un pesar. A veces alguien ríe, pero su risa se rompe como un vaso, en un estéril alboroto, contra las paredes. La conversación es rara vez amena; por regla general gira sobre el eterno e inagotable tema de la enfermedad. Los tuberculosos han dejado de ser abogados, de ser ingenieros, comerciantes, pintores, novios, insatisfechos amantes; han dejado en un sitio ya remoto la carga pesadísima de sus jamás iguales caracteres… Ahora ya no son más que enfermos, que enfermos del pecho. Toda una vida dando vueltas alrededor de un síntoma que se tuvo —va ya para tres primaveras— una mañana al levantarse… Sólo, de vez en cuando, alguien habla tímidamente de los temas inacabables: del amor, de la pintura, del tiempo, de la poesía…
Hay gentes a quienes agrada el sufrimiento. Son de dos clases: sufridoras y mortificantes. Las sufridoras gozan en la propia desgracia con un aplomo que espeluzna; las mortificantes gustan de hacer sufrir a los demás, de decir la palabra hiriente, la aguda frase venenosa, de ensayar el gesto displicente, la mueca que lastima. Tanto las unas como las otras suelen ser violentos y alucinados espíritus religiosos; inventan mitos y nuevas y difíciles devociones, mixtifican eternos e inmutables conceptos, tergiversan señales y augurios hermosos y sencillos…
En el hall del Sanatorio la división es bien clara, bien manifiesta. Excepciones, ¿dónde no las hay?
El otro día, por la tarde, pasó por la carretera, como una exhalación, el antiguo médico en su automóvil. A su lado iba sentada una muchacha; dicen que era aquella doncella tan mona que echaron hace ya tiempo, poco antes de que él abandonara el Sanatorio por aquellas palabras que tuvo con el director.
Al pasar ante la verja tocó la bocina con cierta sorna.
Yo tengo un primo que se llama Antón. Tiene once años, es rubio y soñador, y dice con sus claros ojos azules espantados y tremendamente abiertos, que si corriésemos más que la luz podríamos ver la Historia.
El muchacho tiene ganglios y dolor de cabeza, una blusa amarilla de seda cruda y una voz agria e impensadamente ronca clavada en el mismo centro de su sonrisa.
Pues sí. Si fuera cierto lo que mi primo dice y si además pudiéramos galopar aún más de prisa que la luz, nos sería fácil ir viendo paso a paso toda aquella preocupada novela de amor del antiguo médico residente y la doncella; aquella doncella, ya sabéis, tan mona que echaron hace ya tiempo, poco antes de que él abandonara el Sanatorio.
Saldríamos de hoy e iríamos corriendo hacia adelante, pasando en nuestra carrera los días que aún andan unos detrás de otros, como siempre, cosidos a su destino, por el espacio.
Veríamos primero cómo sus espíritus sonreían de cinismo al pasar ante la verja, cuando tocaban en la bocina aquellos golpecitos ridículos. Veríamos después cómo poco antes, parados en aquel grupo de álamos que hay en la carretera que trae de la ciudad, se besaban con frenesí, sin hacer caso de los automóviles que pasaban; cómo, tan sólo unos instantes antes, ella, graciosamente cursi, le preguntaba al oído si la querría siempre, siempre, siempre; cómo, antes de partir de la ciudad, habían andado afanosamente de un lado para otro buscando moiré azul para las colgaduras de su clandestina alcoba, a todos los soles abierta como un corazón…
Apretaríamos el paso para correr más y más, y tiempo llegaría en que, aún más adelante, nos encontraríamos con días más antiguos, con las fechas por las que, todavía en el Sanatorio, y tratándole respetuosamente de usted, la doncella sonreía a los requiebros del médico residente con una sonrisa que era toda ella una segura promesa de sumisión.
Entre estas horas, lejanas, y aquellas otras, más próximas, en que paseaban su prohibido amor por carretera, pasaron cosas que, ¿para qué vamos a relatar?