No, no y no.
Señor don A. G., administrador de B.E.L.S.A.
Amigo mío: Le ruego que no olvide que este apartamiento meramente accidental de mis cotidianas actividades no obsta para que siga pensando como siempre sobre el problema que nos ocupa. Compre usted Azucareras, como le dije, y ofrezca Petrolillos. No haga caso de lo que oiga sobre esa supuesta dimisión del ministro de Hacienda. No sea usted incauto en su vida. Si le ofrecen Minas de Estaño, compre con reserva. A mi mujer dele algo más este mes, allá hacia el 15 o el 20. No me moleste con consultas demasiado largas. Mi salud marcha muy bien. Ya no tengo por las tardes más que cinco o seis décimas. Creo que dentro de un par de meses podré volver a ésa.
Adiós, y no olvide las instrucciones. —B.
(Habitación núm. 2. Galería Sur.)
Amigo mío: Retire de golpe todas las acciones de B.E.L.S.A. que consiga alcanzar. Pague lo que le pidan. Creo que hoy o mañana subirán Azucareras. Venda. Petronilos deberán bajar varios enteros de un día para otro. Compre. Pida abiertamente Minas de Estaño. Eso que me decía usted del ministro de Hacienda ya lo veía yo venir; estaba tambaleándose desde hacía varios meses.
He tenido dos fuertes hemoptisis. Ni una palabra a nadie. Envíe nota a los periódicos, con foto, anunciando mi próximo regreso. Sitúeme en Damasco o en El Cairo, donde quiera, pero dígamelo.
A la señorita Fifí no le dé ni un cuarto. Sin escándalo. Diviértala, convídela, paséela, exhíbala, pero de dinero, ni hablar. Antes del rumor, pague deudas. En último extremo, claro.
Adiós, y no olvide las instrucciones. —B.
Amigo mío: Si queda alguna acción, retírela; ya se lo dije en mi anterior. Nada de papel estabilizado. Movimiento, movimiento es lo que nosotros necesitamos. ¿Quién le dijo a usted que iban a subir Azucareras? ¿Quién le engañó sobre esa baja de Petrolillos? No se meta a inventar. Aténgase a lo que yo le digo.
Al chófer de la señorita Fifí lo pone usted en la calle. Sin más preámbulos. A la señorita Fifí recuérdele discretamente que hace tres años era pincha de cocina.
Mañana me inician el neumo. Parece ser que no podré regresar tan pronto como quisiera. No olvide la nota a la Prensa. Al cronista de sociedad de La Mañana regálele una estilográfica. Procure que se enteren los demás.
Adiós, y no olvide las instrucciones. —B.
Amigo mío: Estoy muy molesto y tengo fuertes dolores pleurales. Me han iniciado el neumo. Ahora lo que hace falta es que no venga el derrame. Dicen que es relativamente frecuente. Pero… ¿para qué le digo a usted todo esto? Ahora más que nunca, reserva, mucha reserva.
Ese asunto de las Azucareras y de los Petrolillos está muy embrollado. Usted, desde ahí, tendrá más elementos de juicio que yo desde este monte. Haga lo que le dicte su buen sentido.
Prepare el terreno para una posible visita de la señorita Fifí. Pude muy bien haber sido herido en accidente de automóvil. Dentro de diez o quince días habré tenido tiempo para llegar desde Damasco o desde El Cairo, ¿no le parece? No lo deje de la mano, por lo que más quiera.
Adiós, amigo mío, venga usted por aquí tan pronto como pueda. Estoy muy solo y muy aburrido. —B.
Amigo mío: Estoy pensando que eso de haber sido herido en accidente de automóvil es muy vulgar. A la señorita Fifí, más vale decirle que he sido lastimado en duelo, en duelo a florete, por ejemplo, que es arma con historia. La señorita Fifí es una romántica…
Le ruego que no me abrume con su manía bolsística. Ganar dinero me parece muy bien; pero eso de acumular y acumular sin ton ni son, ¿a qué conduce? La felicidad, amigo mío, no es el dinero, créame. La felicidad es la salud; estoy bien cierto.
Venda papel y compre casas. ¿Que renta menos? Cierto, muy cierto; pero no olvide que esa renta es muy segura. Además, a mí me han recomendado quietud y reposo y quiero que todo lo que me rodee sea quieto y reposado.
A mi mujer dele lo que le pida. Vaya usted al colegio a ver a mi hija; llévele un ramo de rosas y una caja de bombones. Si quiere salir, vaya con ella al circo. Dele muchos besos de mi parte y dígale que la quiero mucho; háblele de mí.
Adiós, mi fiel amigo. —B.
Este ambiente dulce y pausado, mi querido amigo, da una quietud inaudita y ya casi olvidada a mi espíritu.
Sigo en la cama, que llevan rodando todas las mañanas hasta la terraza, y esta paz me trae a la memoria lejanos y dulces sucesos de mi juventud, cuyo recuerdo perdíase ya en la lejanía de los años.
En el cajón del centro de la mesa de mi despacho hay una foto de la señorita Fifí. Envíemela. A la niña llévela al fotógrafo. Que le hagan tres fotos: una de cuerpo entero, donde se vea bien lo crecida que está; otra de busto y otra sólo de la cabeza, de su rubia cabecita soñadora. ¡Pobre hija!
El médico me dice que mi salud mejora y esto me conforta. Creo que lograré restablecerme. —B.
Amigo mío: Si mi mujer le pregunta por casualidad por mi estado de salud, dígale toda la verdad.
Deseo ardientemente una reconciliación. Creo que lo más conveniente sería volver a admitir al chófer de la señorita Fifí. ¿Usted cree que ella se conformaría con el chófer y una pequeña pensión mensual? Haga gestiones en ese sentido y perdóneme esta fluctuación constante, estas incongruencias. Acháquelas a mi pobre estado de salud.
A mi mujer, repito, dígale toda la verdad, toda la triste y desesperanzadora verdad. Mi salud, en el mejor de los casos, tardará aún varios meses, quién sabe si años incluso, en normalizarse. Ha llegado la hora en que nos reunamos de nuevo. ¿Para qué seguir con este engaño que a nada conduce? ¿Para qué seguir representando una comedia cuando el drama se avecina? Estoy decidido a rectificar de arriba abajo; hágaselo saber, se lo ruego.
Un abrazo de su amigo. —B.
Querido amigo: Estoy atravesando una profunda crisis. Estoy abatido y desazonado. Que nadie se entere. Veo negro el porvenir, y lo que ayer me ilusionaba hoy ha perdido para mí todo su interés. ¡Quién me lo había de decir!
No sé si me habrá perjudicado este ambiente dulce y tristón de los moribundos que en cada soplo del aire, en cada pájaro que vuela o en cada flor que se abre, ven extraños y difíciles signos venturosos o desgraciados.
Me siento vagamente feliz… Me noto muellemente en declive y veo —al principio con espanto, ahora ya con resignación y hasta con complacencia— que estoy abocado a la desaparición que jamás pude sospechar, a la muerte ensoñadora y dulce que sólo los poetas, los músicos y a veces las señoritas solteras consiguen de la Providencia.
Es ridículo que un banquero muera así. ¿Qué cara pondrían mis compañeros si se enterasen? No, por Dios; que lo ignoren si no queremos que todo se venga al suelo.
El designio divino, Dios —¿se da usted cuenta, amigo mío, de que Dios es una realidad más palpable quizá que el dólar, que la libra esterlina o que los yacimientos de petróleo?—, Dios, decía, ha querido avisarme a tiempo de que desentumezca mi alma del pecado, y una sensación de sosiego interior que no sabría definir invade todo mi ser.
¿Por qué, entonces, a veces, la desazón me invade?
¡Ah! No sé explicarlo. ¡Es tan extraño todo lo que me sucede!
Mañana seguiré esta carta; ahora estoy muy cansado.
Reciba usted un abrazo de su amigo, B.