Un conocido fisiólogo, el doctor A. M. S., viejo y admirado amigo mío, hombre bueno si los hay y concienzudo, estudioso y entrañable como pocos, me escribe una larga carta rogándome que suspenda la publicación de mi novela Pabellón de reposo[2] Los motivos que me da son, ciertamente, para tenerlos en consideración. Me habla de los frecuentes desequilibrios nerviosos de los enfermos del pecho, de sus hondas crisis morales; alude a la susceptibilidad enfermiza de los residentes en los Sanatorios, a sus monomanías; me cita casos de enfermas que al leer mi novela se sienten desgraciadas con la señorita del 37, de enfermos que creen reconocerse en el muchacho del 14; comenta las reacciones de sus enfermos ante los azares a que se me ha ocurrido someter a mis personajes…
La carta del doctor A. M. S. me dejó perplejo. He estado una semana entera —de martes a martes— sin corregir pruebas, sin intercalar palabras donde el sentido no estaba muy claro, sin meter la tijera en los sitios que se me antojaban farragosos o lentos, sin, en una palabra, poner mano sobre mis cuartillas, pensando sólo en los párrafos, una y otra vez leídos y releídos, que mi amigo me dirigió. Jamás, en mi todavía corta carrera, pasé por momentos de mayor perplejidad, de espanto parecido, de análoga incertidumbre. ¿Tendría razón, efectivamente, el médico que me escribía? ¿Debía yo seguir su consejo y pegar cerrojazo, sin más preámbulos, a la publicación de mi novela? La duda me desazonó, me quitó el sueño. Los amigos me preguntaban qué me pasaba, y mi novia llegó a sospechar que mis asuntos marchaban mal, que nuestros ahorros —¡ay, estos ahorros prematrimoniales, qué sustos dan!—, que nuestros ahorros, digo, peligraban.
—¡No te preocupes! —me decía—; si este mes ganas menos dinero, ¿qué más da? Ya ganarás más el que viene.
Yo le agradecía sus palabras, sus palabras que tan lejos estaban de acertar, y me callaba un día y otro el motivo que sólo yo podía escudriñar, analizar, mirar al trasluz, para acabar de decidirme en uno o en otro sentido.
Momentos hubo en que pensé inventar una disculpa para el director del periódico y para mis lectores; por momentos pasé, por contraposición, en los que la disculpa que pensaba iba dirigida a mi comunicante, e instantes hubo, para que nada faltase, en que el engaño que precisaba era para mí mismo.
Pero hoy he tomado mi decisión. Que Dios me perdone si yerro. Voy a continuar publicando Pabellón de reposo. Mi amigo no está en lo cierto; por lo menos, así prefiero creerlo. Mi amigo tiene una obsesión, una saludable obsesión, el restablecimiento de sus enfermos, y ve fantasmas dañinos donde sólo existen tenues e inofensivas neblinas.
Que ningún enfermo, después de leída esta breve confesión de mi duda, se crea el ombligo del mundo. Que nadie piense que su desgracia es, realmente, ejemplar. Que no se identifique nadie con estos pocos afortunados tipos de mi ficción.
La señorita del 37 es una entelequia; la del 40, un vacío, la del 103, una sombra esfumándose. El enfermo del 14 es una mera apariencia; el del 52, un simulacro; el del 11, un fingimiento.
Todo es artificio y traza —decía Don Quijote— de los malignos magos que me persiguen. ¿Por qué vosotros, buenos amigos, preocupación de mi amable comunicante a quien tan poco voy a complacer, no pensáis en algo parecido? Id contra vuestros malignos y mágicos perseguidores y no entorpezcáis mi marcha. Yo os prometo que tan pronto como piense que pudiera entorpecer la vuestra, me haré a un lado del camino.
Y ya está bien de nota. Perdonadme y permitidme que vuelva a conceder el uso de la palabra a nuestra amiga la señorita del 103.
Una de aquellas cartas, la primera, aquella en que todavía tratándome de usted me confesaste tu imaginado amor, la leo siempre con la misma emoción de la vez primera, con mayor emoción acaso.
Quiero gozar en copiarla entera, con lo larga que es; en ponerla en mi letra para leerla mejor y para mejor guardar tu arrugado papel, que cualquier día acabará rompiéndose, y que, ¡ay!, nunca más podrás volver a escribir.
Así decía:
A bordo de la fragata Delfín.
Port of Spain (Trinidad), 11 de noviembre.
Distinguida amiga mía:
Hoy, que parece que voy a tener un poco de paz después de muchas semanas de incesante ajetreo, quiero cumplir lo que le prometí cuando abandoné el Sanatorio.
Hace un calor de bochorno. El golfo de Paria se extiende a nuestro alrededor liso y encalmado como un plato, y de cuando en cuando, rompiendo su tersura, un leve chapoteo nos indica la siniestra presencia del tiburón que ronda y ronda, incesantemente, el maná que ha de bajarle del cielo: el marinero que se cae por la borda, el niño que pisa en falso entre las tablas del muelle y es partido en dos trozos, de una dentellada, a los pocos segundos.
Mis compañeros han pasado a tierra. Las muchachas de la ciudad los reciben gozosas y ellos se divierten en sus casas bailando al son de las guitarras y bebiendo refrescos.
Los marinos son enamoradizos, tan enamoradizos como las antillanas, y a los dos o tres días de permanencia en el puerto ya todos van paseando, pensativamente cogidos de la mano de sus novias recién estrenadas, por la alameda de cocoteros que bordea al mar.
Después, a lo mejor el día menos pensado, la Delfín leva anclas, parte hacia viejos rumbos ya trillados, a recoger alisios o monzones en sus encascadas velas, y los marinos, que tan rápidamente como las antillanas olvidan sus intensos amores de diez tardes, llegan a cualquier puerto, quién sabe si lejano, a pasear del brazo de las muchachas que ahora serán ya rubias como el trigo y con los ojos azules, de un azul suave, triste y meditativo como un cielo. ¡Ay, qué grande es el mundo, con sus mares distintos, sus cielos diferentes y sus muchachas todas tan parecidas pero jamás iguales!
Uno pasea su indolente adolescencia por todos los caminos, por las veredas todas, y al final, detrás de cualquier puerta mal pintada, dentro de cualquier ola temblorosa, la muerte nos sujeta de los cabellos a su carro.
Si no fuera porque usted, señorita, me prometió una mañana, tan sólo con una dulce mirada, que me aguardaría eternamente, me habría ya dejado caer sobre la litera, en cualquier postura, para dejarme morir de aburrimiento.
Pero usted, mi amiga querida, mi amiga querida sin fórmula, de verdad, me prometió aquel día ya lejano —¿se acuerda?— con una dulce mirada tan sólo, como le digo, que la desazón no la invadiría, que su esperar sería dulce y sereno, como su mirada, como esa mirada que ahora me contempla desde la fotografía, que su paciencia no se agotaría más que con nuestras vidas y que por siempre jamás persistiría en su espera, en nuestra espera.
La amo intensamente, Felisa, con un amor que no conoce límites y que no tiene tiempo ni fronteras; la amo ardientemente, apasionadamente, y gozo en haber encontrado la ocasión de decírselo por carta, después de haber desperdiciado tantas ocasiones de confesárselo de viva voz.
Yo le ruego que acepte mi honesta promesa de matrimonio. De no ser así prefiero que no me conteste; prefiero culpar al correo de su desvío y esperar eternamente esa carta que no recibiré, porque usted no la habrá escrito.
Suyo de todo corazón, N.
Si por tu mente pasa la idea de responderme, como quiero creer, permíteme estas tres líneas. Si no, dalas por no escritas o por no recibidas.
Te quiero tanto y eres ya tan mía dentro de mi corazón, que me permito ya hasta tutearte.
Tuyo, tuyo toda la vida, N.
Me agrada, me agrada dolorosamente, leer y releer una y otra vez la triste y esperanzada carta de mi pobre amigo del 73. Él, que tan gallarda figura hacía con su mortal palidez, se fue a la sepultura sin saber que le amaba. Tardé mi respuesta, que anduvo dando tumbos por los mares, de correo en correo, y una mañana —quizá él ya me hubiera olvidado— me la devolvieron entera y machacada, suciamente machacada y tristemente entera, varias horas tan sólo más tarde de haber leído en el periódico aquella breve nota mortuoria:
… Alférez de Navío…
… 19 de enero…
… Su desconsolada familia…