CAPÍTULO VI

Es doloroso tener que ahogar este cariño inmenso que ha echado raíces en mi corazón. Es doloroso, pero inevitable, como inevitable también y doloroso es tener que ahogarlo en la tristeza y en la soledad, donde flotan todos los sentimientos que no se dejan ahogar con resignación, todos los sentimientos que se rebelan, impotentes, contra su destino, como esos gatitos recién nacidos que tardan en ser tragados por el agua donde la molinera cruel los arrojó y en la que se debaten con sus torpes bracitos mientras el almendro que da sombra a la escena y el alacrán que escarba bajo la piedra conservan su rítmico respirar, sin inmutárseles ni una sola fibra.

Es cruel y amarga la indiferencia de lo que está vivo y rozagante hacia lo que, mustio y derrotado, se muere lentamente. El candoroso pájaro de la mañana que vuela alegre sobre los sembrados no dedica ni su más fugaz mirada hacia el ave herida por el cruel cazador, hacia la triste alondra que se arrastra como si fuera un topo, porque toda su gracia se la llevó aquel tiro que se fue rebotando, de piedra en piedra, por la colina. Y la mujer que baila, gozosa y semiborracha, sobre el parquet; la mujer que goza de la vida y que es amada por los hombres; la mujer que se viste sus lujosas toilettes para trasnochar su corazón a los compases cariñosos y acariciadores de las orquestas de zíngaros, ¿piensa acaso en mí, que soy mujer como ella, y que arrastro mi juventud, de la que tan poco me queda ya, por los Sanatorios? No, no nos engañemos. Ni piensa en mí ni le importo. Y si oye hablar a las amigas de mi enfermedad y de mi triste destino procurará olvidar en seguida todo lo que haya oído. ¿Para qué recordar las tristezas? Quizá tenga razón, quizá sea ésa la sana filosofía. ¿Para qué recordar las tristezas?

Pero yo no quiero pensar que el limpio pájaro que cruza por el cielo sea malo. Yo no quiero pensar que la liviana muchacha que se pasa las noches con la espalda al aire y rodeada de smokings sea mala.

Sería estar despechada y desesperada, cosas que todavía, gracias a Dios, no estoy. Me alimenta la esperanza y me atosiga el pensar que algún día pueda perderla.

¿Por qué pensaré estas cosas?


¡Ay, triste señorita del 103, me decía la otra tarde el pobre 52, si fueseis tan sólo la mitad de buena de lo que parecéis!

¿Qué pasa? ¿Pareceré yo mala?


Me escribe mi madre, quien, como de costumbre, me da buenos consejos. Es muy fácil aconsejar. Es la eterna manía de la pobre.

—Hija mía, haz esto. Hija mía, haz lo otro. Hija mía, haz lo de más allá…

¡Oh! ¡Qué lenta es esta larga tarde de verano! Tengo los nervios desatados y me cuesta un ímprobo trabajo no comenzar a dar saltos alrededor de la galería.

Al médico le oí decir que era una histérica, una histérica perdida.

Porque ocurre que cuando se tienen los nervios templados, todo lo que se haga o todo lo que se diga adquiere como un aire de sensatez, de ecuanimidad; mientras que en los estados de ánimo algo precipitados, algo reconcentrados o pensativos, las cosas que hacemos parecen como locuras, como hazañas de anormales, de lunáticos, de desequilibrados.

Una se muere lenta, pero inexorablemente, como la humanidad entera. No hace falta estar enferma; basta con haber nacido. ¿Por qué tener que arrancar lo que amamos de nuestro corazón, que queda destrozado? ¿Por imposible? No es suficiente razón. ¿Quizá por doloroso?

El pobre 52 es hermoso, como una hortensia moribunda. Tiene pálido el color y el pensamiento, y cuando habla, con su voz que parece como un lejano y desvaído rumor, se le abrillantan sus ojos, soñadores. Él piensa en la vuelta a la capital; en la duradera amistad —¡qué gran muchacho!— de sus compañeros de carrera; en la sonrisa femenina que, según dice, todavía no encontró porque todavía no supo poner en su mirada todo el inmenso cariño que su corazón habría de dedicar a la primera mujer que le sonriese con sinceridad.

Quiero pensar que Dios es aún muy bueno, infinitamente bueno. Quiero pensar que Dios, que todo lo dispone, hará llegar algún día a esos hermosos ojos abstraídos la sinceridad, la evidente sinceridad de esta sonriente y complacida mirada mía que galopa camino de la tierra y que, probablemente, jamás fue tan sincera como cuando lo mira.

Por lo menos, prefiero pensarlo.


El pobre 73, el pobre joven marino del 73, ha muerto.

Lejos de aquí, en su casa, a la orilla misma del mar al que tanto quería.

Era un muchacho cordial y entrañable, que tenía un vistoso uniforme azul todo lleno de dorados y unos ojos rebosantes de una infinita e incontenida nostalgia.

En la galería nos contaba largas historias marineras, largos relatos en los que decía barlovento, estribor, obenque, amura, eslora, jarcia y escandalosa interminables cuentos en los que nos hablaba de navíos fantasmas que navegaban desiertos, todas las velas desplegadas al viento, por los cinco mares, o de serpientes marinas que asomaban sus crestas como peñascos sobre la superficie.

Fue a morir donde él siempre había deseado hacerlo; a la orilla del mar al que tanto amara y con el que soñaba constantemente desde el inmóvil bote, perennemente anclado, de su chaise-longue.

Con su torpe manejo del español, recitaba casi tímidamente aquellos versos que tanto iban a su deseo:

Si mi voz muriera en tierra,

llevadla al nivel del mar

y dejadla en la ribera.

Aquellos versos que expresaban su recóndito deseo, su más querido deseo, que no siempre confiaba en conseguir:

Sobre el corazón un ancla

y sobre el ancla una estrella,

y sobre la estrella el viento

y sobre el viento la vela.

¡Pobre triste y tímido 73! ¡Pobre fracasado y espléndido almirante muerto de guardiamarina o de teniente y no de andanada de corsario enemigo, sino de mal de poeta, de mal de soñador de tierra adentro! Que Dios te haya perdonado todo el bien que dejaste de hacer con tus labios descoloridos o con tu ardiente mirada.

Aquellas cartas que me dirigiste antes de tu recaída, desde lejanos puertos; aquellas cartas en las que me asegurabas, ¡qué falsamente, Dios mío!, que sin mí no podías vivir, las guardo en aquel cofre filipino que tú me regalaste y en el que tres generaciones de tallistas se entretuvieron en contar —en marfil y en mil y pico de figuras— la eterna y larga historia del amor.

Son bellas y dolorosas aquellas cartas, y, sin embargo, a veces, no puedo sustraerme a la tentación de leerlas, un poco como a escondidas, un poco como temerosa de que alguien pudiera sorprenderme.