Amada mía de mi corazón: Nadie sabe como yo del amargor del cariño. Los hombres sanos, los hombres que andan por la ciudad, que van y vienen a sus negocios, que se suben a los automóviles y se sientan en las cervecerías; los hombres a quienes ves a diario por las calles, nada saben de lo que es amar, de lo que significa amar apasionadamente, desacompasadamente, en una lucha titánica, feroz y desigual contra el reloj que marcha, sin piedad alguna, sin consideración de ninguna clase, a dejarnos abandonados en cualquiera de sus horas, como esos navegantes que se caen al mar desde la borda de los trasatlánticos, en mitad del océano, sin que un solo hierro de la armazón del buque, sin que un solo músculo de la cara del capitán, sin que una sola ola del hondo y verde mar, se sientan estremecidos por ese misterio que se resuelve, por esa lágrima que quizá alguien derrame cuando la noticia llegue, llevada por el viento, hasta la orilla.
Nada saben de lo que es amar, porque nada saben tampoco del silencioso tránsito que se alarga, casi indefinidamente, como aquellos besos que tú y yo nos dábamos sentados al pie del árbol de tu jardín, para morir un día, poquito a poco, con la misma lentitud con la que nuestras cabezas se separaban cuando no sentíamos ni el mundo que seguía su marcha, ni el frío, ni la noche, sino tan sólo nuestros dos corazones.
Nada saben de lo que es amar porque nada les ha sido vedado, porque la vida siempre les ha dicho que sí, que se les entregaba, que la viviesen hermosa y libre como se les presentaba, limpia y sin taras, como esa ideal mujer de los poetas, armoniosa y pura como quien yo sé, como quien ocupa por entero mi ya débil pensamiento, como la pobre muchachita morena y cariñosa cuyo recuerdo aún mantiene esta misma tensión que me consume, cuyo pensamiento aún consigue que yo siga tomándome la molestia de no quitarme la vida.
Te quiero, amada mía, pequeña amada mía; te quiero hasta morir, hasta morir y resucitar; te quiero hasta el fin de los mundos, hasta donde se pierde la memoria, hasta donde Dios empieza y acaba, hasta el límite mismo de lo que no tiene límite. Te quiero como nadie quiere a nadie, como jamás ninguna mujer pudo decir que la quisieran. Te quiero a toda prisa, violentamente; el fuego del cariño que te tengo podría hacer secarse al mismo mar profundo. Te quiero arrebatadoramente, sin que un solo momento todo lo que te quiero deje de estar presente ante mis ojos.
Y te quiero como te quiero porque todo el cariño que te tenía reservado para una larga vida he de dártelo entero en estos cortos meses que nos quedan.
Perdóname.
Es de noche. Te escribo desde la cama. El balcón está abierto de par en par y por él me llegan lejanos, confusos, los ruidos de la noche. De vez en cuando se oye toser. A veces viene, entre el olor de los pinos, el distante croar de las ranas del regato. Y me pongo a pensar y me entristezco. Las ranas del regato son felices, como no lo soy yo, como no he sabido hacerte feliz a ti. Las enfermedades no les acechan y el niño ruin que camina con la piedra escondida a la espalda suele errar su puntería. Las ranas entonces se chapuzan en rápidos y ágiles saltitos y desaparecen raudas bajo el verdín del agua, que casi no se mueve. ¡Ah, si nosotros pudiéramos, de un salto, ponernos al otro lado del peligro!
Tú serías una joven rana verde, bella y brillante como las hojas del holly que colgaba mi madre de la lámpara del comedor por el Año Nuevo. Yo te galantearía con esa voz de bajo profundo que tienen las ranas mayores y que nadie se explica de dónde sacan, y tú, graciosa y saltarina, como esas piedras planas que van dando botes por el agua encalmada cuando una mano habilidosa las arroja, me contestarías toda ruborizada —me asalta una duda, ¿las ranas se ruborizan?—, con tu suave croar de ranita casadera. ¡Qué lejano está todo! Sería una divertida escena, ¿no te parece?
En medio de la tristeza que me agobia hay instantes en los que se dibuja en mis labios una leve sonrisa. Ahora, por ejemplo, cuando me imagino el ridículo aspecto que presentaríamos. ¡Vaya por Dios!
Pero es mucha la pena, pequeña mía, mucha y muy triste, para que ese esbozo de sonrisa no acabe por convertirse en otra cosa que un amargo regusto que me queda en la boca.
Yo no sé cómo decirte que te quiero de forma desusada; que por verte feliz, por verte dueña de la dicha que ya estamos notando que no te puedo dar, sería capaz de perderte.
Tú quizá no entiendas esto; pero Dios, que está en los cielos y a quien ni tú ni yo podemos engañar, bien sabe que es cierto lo que digo. Y con cuánta resignación lo digo. Sería capaz, amada mía, hasta de perderte, como te digo, por verte feliz. Sería capaz de llevarte hasta el altar para que te casases con el hombre que lograra quitarte la desgracia que yo te doy, que lograra darte el fin que te mereces y que yo —¡Dios mío!, ¿por qué no yo?—, y que yo jamás, ¡jamás!, podré ofrecerte.
Conozco bien claramente mi ruina. No me hago ilusión alguna sobre mi porvenir. Pero te pido una sola cosa: espera un poco, un poco nada más; pronto quedarás libre, pronto podrás olvidar nuestro desgraciado amor; pero ahora…, ahora no te vayas, ahora no me dejes solo, ahora espera un poco nada más. ¡Quién sabe si tan sólo unos días!
Tú, que has ganado ya el cielo con tu cariño, líbrate del purgatorio con tu paciencia.
Adiós, por hoy, amada mía de mi corazón.
Reza, reza mucho y olvida lo que te digo. Tu cariño, tu solo y único cariño, es ya demasiado para mí.
Tuyo, C.
P. D. He sido trasladado a la habitación número 11. He ganado en el cambio. Ahora estoy al mediodía y tengo un cuarto de baño para mí solo.
No olvides la novedad en tus sobres. Ya lo sabes, habitación número 11.
Tuyo otra vez, C.
Amada mía de mi corazón: Hoy te imagino dentro de mi pecho, escondida dentro de mi pobre pecho, pequeña y suave como una bella concha nacarada, dulce y sonriente, como un niño abandonado, como un perro enfermo y cariñoso.
Entorno los ojos, miro para dentro y allí, reclinada tu cabeza sobre mi corazón, suelta tu negra cabellera al poco viento que aún sopla por mis pulmones, abarcando con tus brazos esta sangre, que sólo por ti se derramaría por el suelo a una única sonrisa, estás tú entera, viva y hermosísima, amada mía de mi corazón, como entero y de un trazo cruza el rayo el negror de la noche, o como el rugir de las olas en el acantilado, entero y de una pieza, canta de instante a instante desde que el mundo es mundo.
Sólo hay una razón para olvidarte, una razón más fuerte que el amor angustiado que late en mi garganta. ¿La muerte? —pensarás—. Pues no; aún no es la muerte lo bastante fiera para que mi cariño se derrumbe. Para que tu sonrisa se me nuble en los ojos, para que mi palabra se hiele recién salida de la boca, para que nuestro beso hieda a podrido nada más que al juntarse nuestros labios, no es la muerte bastante. Tendríamos que querer lo que nunca quisimos, que es dejar de querernos. Tendríamos que querer vivir sin conocernos. Tendríamos que querer buscar otros reflejos en los ojos, otros brillos del pelo, otro color de tez… Y eso, que no es la muerte, que es peor que la muerte, ni tú ni yo queremos.
Porque Dios existe, amada mía de mi corazón, y está de nuestra parte. Tengamos confianza.
He salido un instante a la terraza a ver al hondo campo que se extiende hasta lejos, hasta muy lejos. Necesitaba un leve descanso. La pluma, cuando la tomo en mi mano para escribirte, me aprisiona como a un indefenso pajarillo, me arrebata, me subleva la imaginación, y he de soltarla unos minutos, huyendo de que ese tósigo me perjudique. Uno ya no tiene fuerza para nada, para casi nada. Y esa pobre fuerza que todavía nos resta…
Al pie de la terraza empieza el campo, que llega hasta el infinito. Yo no quiero que haya más campo que este que abarco con la mirada. Yo quisiera tener todo el campo del mundo ante mí, que no quedara lejos de mí ningún trozo de campo para poder decirte cuando tímidamente apoyases tu cabeza en mi hombro y un temblor de cariño te recorriese el cuerpo:
—Es ese campo hermoso donde pace el ganado lo que me han ofrecido para ti. Es ese campo verde donde viven los mirlos y las alondras, o ese otro campo pardo donde los saltamontes y las cigarras alborotan para que tú te diviertas, o aquel campo gris de más allá, en el que la caza pasea confiada a tus pies, lo que Dios quiso reunir en una mirada para que te sintieses dueña de todo. Tómalo. Yo te lo ofrezco para que deposites en él todo ese inmenso cariño que te tengo, y que aún no me explico cómo es posible que quepa entero dentro de un solo hombre; que aún no me explico cómo es posible que pueda ofrecerse entero a una sola mujer, a una mujer que abulta tan poco como abultas tú, pequeña mía, amada mía de mi corazón.
¡Ah! No sé lo que me responderías. Quiero pensar que te quedarías callada, como siempre, con tus negros ojos un poco asustados clavados como un dardo en mi mirada, como un dulcísimo dardo que no hiriese al clavarse, como un dardo que fuera como un beso por carta, como un beso como los que tú y yo nos damos, y que son tan puros, tan puros, que casi no son besos, que son algo muy raro, algo que todavía no tiene nombre, porque todavía, hasta tú y yo, no habían existido. Sí; te quedarías mirando fijamente para mí con los ojos un poco asustados y una tenue sonrisa de una inaudita belleza floreciéndote en la boca.
Y esa boca, a la que no pueda besar porque ninguna boca, y menos ésa, fuera jamás tan mala y tan rain como para darle en castigo a mamar la muerte de mis labios, la muerte que me consume el pecho y que aflora, como una maldición, hasta mis labios, sonreiría levemente, con una sonrisa casi imperceptible, con una sonrisa que la mayoría de los humanos no podrían captar, como tampoco pueden, en su triste ceguera, tocar con las dos manos la nube del cariño.
He vuelto a descansar. La vena de los pensamientos siniestros se hincha en mi cerebro, en mi pobre y agotado cerebro, y la cabeza me duele con un sordo dolor que no cede un solo instante.
La vida del sanatorio, pequeña mía, me pesa como una losa sobre las espaldas. La gente se atarea en un afanoso complicarse la vida, del que yo escapo, y me miran los demás enfermos como si yo fuera un lunático o un entristecido. Yo no les hago caso. ¿Para qué, si toda mi atención ha de estar puesta en quien no puede estar a mi lado?
¡Ah, pobre amada mía, triste cariño de mi corazón! Aún me queda, en lo más recóndito y escondido de mi alma, una leve esperanza. Y esa escasa y lejana esperanza que me mantiene, la estrujo contra mi pecho para que todavía siga alimentándola tu recuerdo.
Esa esperanza morirá conmigo. Cuando yo muera también ella morirá. Y si ella muriese antes… No; antes no puede morir, porque su muerte me mataría.
Tuyo, C.
P. D. Ha empezado a llover con esa lluvia alegre y violenta del verano, y no sé por qué extraño fenómeno mi alma se siente descansar. El agua cae con estrépito, en ruidosos turbiones, y he tenido que cerrar el balcón para que no se me inunde la habitación. Ahora me voy a echar sobre la cama, con la cabeza levantada, para ver la foto tuya que tengo en la mesa de noche.
Tuyo otra vez, C.
Amada mía de mi corazón: Hoy se ha levantado el día pesado, gris y bochornoso. Pesado como una sorda preocupación, de un gris luminoso e hiriente como la hoja de una espada, y bochornoso como esos sueños que se tienen cuando se ha cenado demasiado.
Es un día realmente extraño; parece como si se aproximara la tormenta en el cielo, y, sin embargo, en mi aplanado corazón es hoy un día de calma y de sosiego.
Hoy veo las cosas, si no con más optimismo, sí con más aplomo y serenidad. Hoy me encuentro mejor, veo más lejano el triste desenlace y… —¿me atreveré a decírtelo?— como tengo más tiempo para quererte, te quiero un poco menos. ¿Te incomodas? Te quiero un poco menos, porque si te quisiera como ayer, mi cariño —que es inmenso— se agotaría en quince días. Y nuestro cariño, pequeña mía, tiene que durar toda una vida. Ni un día menos, pero tampoco ni un día más.
¿Por qué, Dios mío, no nos dices lo que hemos de durar; no nos envías un ángel mensajero que nos dijese «tienes aún por delante quince años, o quince meses o quince días tan sólo, o no más que quince horas»?
¡Ah! Eso sería orden, un orden de comerciante que me repugna; pero… ¡sería tan cómodo!
Hoy estoy como raro. Veo las cosas más negras, ciertamente, pero con mayor fijeza cuando me encuentro mal, y hoy, que me encuentro mejor —¡demos gracias a Dios!—, no tengo ni tranquilidad ni resignación y veo todo como borroso. Es curioso, pero es verdad; cuando las décimas suben hasta cuatro o cinco; cuando la disnea, sin llegar a ser fatigosa e insoportable, me fuerza a permanecer sentado en la cama o en la chaise-longue; cuando la velocidad de sedimentación se obstina en no descender por bajo del 10 y el peso va decreciendo lentamente, paulatinamente; cuando me encuentro mal, en una palabra, y el temor al fracaso se apodera de todo mi ser, mis pensamientos adquieren como mayor lucidez, como más dibujados contornos. Cierro los ojos y te veo limpia y tan exacta como si te tuviera delante —por decir estoy que todavía más—, y me aferró entonces al recuerdo, que dura unos instantes, clarísimos, para borrarse de un golpe, como una mujer que doblara una esquina, y desaparecer de mi presencia.
Me pides en tu carta de ayer que te diga el resultado del análisis de esputos. ¿Para qué? Tú eres una buena muchacha, que no sabes de estas cosas —como tampoco, afortunadamente, sé yo una palabra—, y si te digo escuetamente «dos cruces», ¿qué sacas en limpio?
Pues sí, hija, «dos cruces». Eso me dice el practicante, el pobre y meditativo practicante, que se empeña y se debate por ser alegre y deferente y no lo consigue; el lacio y hermético practicante, que sólo canta cuando vacía las escupideras, para no vomitar; el desgraciado y cojo practicante, que estudia con todo entusiasmo, durante horas y horas, el esperanto y que cree con la fe más honrada que los hombres encontraremos la salvación yendo desnudos, comiendo hierbas y haciendo obras de misericordia.
Es un buen sujeto nuestro practicante, un hombre bondadoso que cuando está solo —entre lección y lección de esperanto— se entretiene en simular que toca el violín, un fantástico y estupendo violín, que no existe más que en su imaginación, mientras en voz baja silba cadenciosamente unos literarios y viejos tangos argentinos.
Y este practicante, carcomido por la viruela e inefablemente bueno y complicado, me lo dijo casi con miedo, bajando la voz:
—Señor, «dos cruces».
—Y la otra vez, ¿cuánto tuve?
—La otra vez tuvo el señor «tres cruces».
—¿Y eso significa…?
—Significa «mejor», señor; «mejor», escuetamente. En un libro se representaría con letra cursiva.
El practicante sonrió su ingenio. Yo le dije:
—Gracias, mi buen amigo; es usted un practicante cordial.
Él me interrumpió:
—Un cordial Auxiliar de Medicina y Cirugía, señor.
—Cierto: un cordial Auxiliar de Medicina y Cirugía, aunque, bien mirado, eso resulte en usted lo menos importante. Es usted filántropo, vegetariano, esperantista, cojo, misericordioso… Es usted un hombre que dice «Dos cruces, señor», con la sonrisa en los labios; «Tres cruces, señorita», con la tristeza apagándosele en la mirada… Es usted algo realmente importante, mi querido…
—Raimundo Lulio, para servirle, señor.
¿Para qué te cuento yo esta rara historia de este pobre desequilibrado?
El hombre me trajo al día siguiente un gran ramo de rosas blancas y rojas y ya no lo volví a ver más.
Lo echaron a la calle, de mala manera, porque le dijo eso de Raimundo Lulio al director.
¿Quién se va a obstinar ahora en ser alegre y deferente, sin conseguirlo? ¿Quién va ahora a cantar, mientras vacía las escupideras, aquellas dulces melodías que ahuyentaban el vómito? ¿Quién va a estudiar porfiadamente el esperanto? ¿Quién va a silbar los tangos rumorosos, mientras aquel arco que nadie jamás vio sacar de su violín imaginario los más bellos arpegios?
¡Ah! El director manda en el Sanatorio, pero no manda en mi corazón. Y en este corazón atosigado quien vive todavía su mansa locura eres tú, mi fiel Raimundo Lulio.
Pero esta carta, querida mía, no es a nuestro pobre practicante a quien la dirijo, sino a ti, que eres cuerda y sana y que ni te llamas Raimundo Lulio ni tocas el violín.
Y tú, que quizá a estas horas estés incomodada, me perdonarás con una sonrisa estas líneas absurdas que traza sin orden ni concierto, por la sola razón de que se encuentra un poco mejor y ve las cosas más borrosas en un más claro porvenir, tu C.
P. D. Te quiero con locura, amada mía de mi corazón, pequeña amada mía de mi corazón, con una locura infinita. ¿Te agrada saberlo?
Tuyo hasta la muerte, C.