CAPÍTULO IV

La luna es más grande que en la ciudad; el aire es más puro; el silencio es mayor, y el aburrimiento… ¡Ah, el aburrimiento es espantoso!

Lo único que me preocupa, que me preocupa intensamente, abrumadoramente, es ir viendo mis pañuelos, mis combinaciones, mis blusas, mis medias, todas marcadas en rojo: «40», «40», «40», sin que hayan dejado escapar ni una sola. Es una obsesión que me persigue, que no me deja descansar, que se me aparece incluso entre sueño y sueño cuando al despertarme a medianoche, desvelada, enciendo la luz para distraerme y me tropiezo con el rojo «40» bordado sobre la almohada, al lado mismo de mi cabeza. Cierro los ojos y el número danza, dentro de mis párpados, como una roja estrella en un hondo cielo nocturno. Aprieto más y más; hago tremendos esfuerzos para alejar de mí las dos breves figuritas. Es una lucha lenta, sorda y despiadada la que sostengo con mi memoria; lenta, sorda, despiadada y amarga como una agonía. Las horas pasan; el sueño vuelve, casi sin notarlo, y cuando estoy dormida, cuando mis nervios ya habían entrado en el camino de descansar, cuando mi memoria yacía tirada, muerta, al lado mío, Dios sabe qué lejano soplo, qué oculta reserva vuelve de nuevo a hacer bailar en medio de mi sueño al número de mis pañuelos, de mis blusas, de mis medias: «40», «40», «40». El número sube y baja sin cesar; se eleva a veces tan alto que casi lo perdemos de vista; se hunde otras tan bajo, tan cerca de mí, que sus trazos parecen como gruesos barrotes de hierro… Vuela, se despedaza, arde con mil llamas diferentes; se rompe en cascadas dé nieve y de cristal; vuelve de nuevo a unirse, a dibujarse, a tomar cuerpo, a formar una vez más su señal agobiante, su «40», «40», «40», rojo y pequeñito, como una herida. Enciendo la luz para tomar aliento, para ahuyentar de mí los torvos fantasmas, y en la almohada, siempre en el mismo sitio, siempre a mi lado… Lloro, lloro con una pena profunda, con unas lágrimas tristes y solitarias, y el pañuelo que me llevo a los ojos, en una esquina, tímidamente, como si se avergonzase del mucho mal que me hace, tiene dos numeritos color sangre. Un cuatro y un cero.

Según me dicen, antes, hace tan sólo unos días, ese «40» iba marcado sobre ropa de hombre. Al pobre se lo llevaron una noche, camino del cementerio…

La carretilla marchaba por el sendero, entre los pinos, bordeando el barranco, arrimándose al arroyo, en el que se reflejaba la luna, impasible y fría como la imagen misma de la muerte. La empujaba el jardinero, el pelirrojo jardinero, que canta en voz baja cuando poda los geranios o los rosales.

Cuando marcha cuesta arriba dice «¡Hooop!», y la carretilla, con su rueda de hierro que salta sobre los guijarros, responde con el agudo chirrido del eje sin engrasar, que después se pierde, rebotando de piedra en piedra, monte arriba. Cuando va por el liso camino del regato, donde los helechos y el culantrillo asoman su verdor por las orillas y donde el dulce musgo y el blanco pan de lobo buscan la húmeda corteza de los robles para vivir, el jardinero, como embriagado por aquella paz, entona con su media voz de siempre su amoroso y pensativo cantar.

La carretilla es de hierro, de una sola rueda. Estuvo en tiempos pintada de verde, de un verde del color brillante de la esmeralda, pero ahora está ya vieja, ya apagada, ya mustia y sin color. ¡Para lo que la usan!

Cruzado sobre la carretilla, saliendo por los lados, el ataúd parece, entre las sombras de la noche, un viejo tronco de encina derribado por el rayo.

Dentro, un hombre muerto, con su camisa marcada cuidadosamente, como su camiseta, como sus calcetines, con el breve y rojo «40», que me desazona…

El muchacho del 14 es un imaginativo. Cuando me contaba el entierro del 40 parecía un iluminado. Los ojos encendidos, la sonrisa amarga, la tez pálida, la nariz afilada… Semejaba una estampa romántica, una bella y desusada estampa de daguerrotipo romántico. Es encantador, realmente hermoso y encantador; pero no es el hombre a quien puedo mirar, el hombre ya enmascarado, ya herido y curtido por la vida, por los azares de la vida.

El muchachito del 14, el dulce y tierno poeta del 14, es el hombre que Dios destina a las muchachas angelicales, a las tímidas jóvenes que son todo sencillez y castidad, como la pobre y resignada 37, que es una bella Virgen María sin niño a quien acunar.

Las muchachas que no se pintan son cortas de carácter y sufren en silencio. Yo bien sé que de no ser esto así la señorita del 37 ya se habría insinuado, ya se hubiera dejado caer sobre el ánimo enamoradizo de nuestro amigo del 14. Bien segura estoy.

En cambio, al 52 lo detesta, estoy convencida; sería capaz de dejarse matar antes de permitir que pudiera darle un solo beso. Yo no me explico la complicación que en nuestros sentimientos y en nuestro corazón se obstinan los hombres en ver, cuando, en la mayoría de los casos, somos nítidas y transparentes como el agua.

Los hombres y las mujeres no nos entendemos; nos queremos, a veces hasta con apasionamiento, con furia, y somos capaces de dejarnos matar por un amor, de quitarnos la vida por una desilusión; pero jamás llegamos a comprender a la persona por la que nos sacrificamos. Ni ella llega tampoco a entendernos a nosotros. Somos muy diferentes. A un hombre y a una mujer los une un beso, una mirada tan sólo; pero la conversación… No puede hablarse con un hombre a quien desearíamos besar, con un hombre a quien quisiéramos fundir en un abrazo y decirle:

—¡No, no te separes jamás de mí; apriétame contra tu pecho; prefiero la muerte a tener que levantar la cabeza de tu hombro un solo instante!

Al muchacho del 14 más vale no hablarle. Me siento romántica y maternal cuando le veo. ¡Qué paradoja!


Las lejanas luces de la ciudad se ven allá lejos, por la noche, en el mismo sitio en el que de día está siempre parado un leve velo de niebla, una nubecita gris clara que forma como un copo de algodón sobre el horizonte.

Las luces de la ciudad se encienden al mismo tiempo que las estrellas; parecen como tiernas estrellitas sin fuerza aún para lanzarse a volar ellas solas por el alto firmamento. Se encienden al tiempo de las estrellas, pero cuando todavía éstas, muy señoras, muy separadas las unas de las otras, siguen clavadas en el cielo, pestañeando su blancor incesantemente, ya aquéllas han muerto poco a poco, con muerte vulgar, lenta y cotidiana, todas las noches igualmente exacta, idénticamente repetida.

La ciudad se recoge en sí misma, vive para sí misma, se devora a sí misma. El sol hace ya varias horas que ha traspasado los últimos tejados y los habitantes de la ciudad corren presurosos a abrir sus puertas, a esconderse dentro de las casas, a acicalarse como novios para lucir a la deslumbradora luz de las arañas de los dancings, de las boites o de las Embajadas. De noche podemos mostrar nuestra espalda enteramente desnuda a quien la quiera mirar, nuestros brazos y nuestros hombros redondos y sonrosados, nuestros pechos casi saliendo del escote, en las carcajadas del bar o en los largos compases de los valses. La luz eléctrica permite lo que el sol no tolera; por eso amo la luz de las bombillas, la luz que relumbra como el diamante cuando la miramos con los ojos semientornados, suavemente semientornados por el bello cansancio de las tres de la mañana, cuando ya hemos bebido y bailado hasta hartarnos y cuando ya la risa y la conversación van muriendo poco a poco, imperceptiblemente, casi con dulzura, como dicen los libros románticos que morimos los tuberculosos cuando nuestra vida llega ya a esa alta madrugada tan difícil de remontar…

En esa hora deshonesta de la mañana, a la luz de esas lámparas que tanto mal me hicieron y que, sin embargo, recuerdo con tanta nostalgia, después de un vals vienés donde los violonchelos lloraban su inaudito amor al compás de tres por cuatro y en el que el pianista se arrebataba de emoción como un novio apasionado, fue cuando sucedió lo que Dios no quiso hacer que no sucediera.

Tosí un poco, muy poco. Noté un calor que me abrasaba el pecho, un extraño regusto en la boca; noté que las fuerzas me faltaban, que los espejos del salón giraban a mi alrededor…

Pasó un instante, un instante brevísimo. La boca se me llenó de sangre… Mi traje de organdí azul celeste, con el que tan mona estaba, según mi pobre caballero de aquella noche, según el pobre buen muchacho que mudó de color cuando me oyó toser, se quedó salpicado de borbotones de sangre… en el parquet encerado del salón, un charco de sangre quedó como señal del mundo que dejaba, del mundo que en momentos de pesimismo me parece que jamás volveré a habitar.

Mi juventud quedó en aquel salón. Aquella noche entré en la tierra ignorada. ¡Desde entonces me agarro a los minutos que escapan con una furia que Dios me quiera perdonar, con el mismo frenesí con que los deshabitados corazones se aferran a la primera sonrisa del primer hombre que pasa!

¡Qué desesperada estaba la otra tarde! ¿Qué dirían mis amigos si leyeran las líneas que tracé? ¡Ah! La soledad es mala consejera, se divierte en barajar nuestros más negros pensamientos para presentárnoslos bien a la vista.

No quiero estar sola ni un momento más.


¡Qué vanas ilusiones! La señorita del 37 me decepciona con su pesimismo, con sus oscuros puntos de vista. Así no hay curación posible.

El médico me indica la conveniencia de ensayar el neumo; puede ser mi total restablecimiento. Habré de pensarlo detenidamente, bien en frío. Habré de pesar y sopesar los pros y los contras, que de todo tiene. No me dejaré influir por estas extrañas ideas que por aquí oigo. Es curioso, pero cada enfermo se cree un consumado tisiólogo, un especialista de primer orden. La señorita del 37 es en esto terrible; emplea unos términos enrevesados y crueles, que me espantan y cuyo recuerdo no me deja dormir. No sé; quizá sea una histérica, quizá mi pobre cerebro esté ya tan débil como mis pulmones.

Pero yo pienso: la dulce florecita que nace entre las zarzas, que crece tímida tan sólo hasta tres dedos del suelo, que esparce su fragancia por el aire que pasa, es un buen día comida por el tosco caballo del vaquero. El vaquero dejó sobre su cabalgadura las plateadas cántaras de leche recién ordeñada y se quedó unos pasos atrás hablando con una moza. A la moza le vienen los colores a la cara, el pecho le sube y le baja al precipitado compás de su respiración. El vaquero la tiene cogida de la mano, a lo mejor hasta abrazada del talle. Su aliento huele a tabaco y a vino, y sus ojos brillan, como brillan también los de la moza. Se miran en silencio. El caballo, con la brida en el suelo, camina lentamente, ramoneando por aquí y por allá. El vaquero y la moza se han unido en un beso que dura toda una eternidad. Al mismo tiempo, como el mundo es muy grande, las gentes nacen y mueren como sin darse cuenta; es curioso. El caballo se acerca a la florecita que vivía entre las zarzas y se la come. La mariposa levanta su torpe y breve vuelo y la lagartija que tomaba el sol al borde del camino escapa presurosa a esconderse entre las piedras.

Yo me quiero infundir a mí misma fuerza y conformidad. Realmente, creo que lo más sensato será seguir el consejo del médico; quizá se pase mal los primeros días, pero después… Yo veo muchos enfermos con neumo que hacen una vida envidiable, que van a la ciudad, que están optimistas y joviales…

Sí; que a mí también me pongan neumo. Volveré de nuevo a la ciudad, volveré de nuevo a la alegría y al jolgorio…


Quiero apuntar la fecha de hoy. Estoy muy molesta y voy tan sólo a hacer constar la noticia escuetamente, como en un acta.

Viernes, 11 de julio. Primera punción de neumotorax. Presión inicial: -8-12. Presión final: -3-7. Cantidad de gas: 200 c. c.

Según me dicen, un neumo afortunado. Demos gracias a Dios.